EN la que considero una de las más sugestivas películas del último cine español, «Siete mesas de billar francés», la gran Amparo Baró –Goya, por cierto, como actriz de reparto por ese papel—lanza al aire la que para ella, como el deseo en Cernuda, es una pregunta cuya respuesta nadie sabe: «¿Para que sirve un viejo?».
Cuántos viejos se harán cada día esa misma pregunta. Y sí: digo viejo, con todas sus letras, no anciano ni tercera edad, porque viejo es palabra hermosa, mucho más que tantos eufemismos que alargan la sombra de connotaciones y tópicos, y bien lo saben, por ejemplo, en la ONCE, que hace años desterró el término invidente para hablar con orgullo de ciegos.
Para qué sirve un viejo. Qué injusto que esta sociedad paradójica, que nos alarga la vida pero reverencia la juventud como valor absoluto, acabe por hacernos olvidar la evidencia: hacerse mayor no es una carga, sino un éxito. «La invención de una nueva edad», tituló tiempo atrás un periódico un estimulante reportaje sobre lo grande que puede resultar ser viejo. El reportaje reunía a un grupo de personas que habían reinventado su vejez: Luis, que a los 82 había sacado el título de piloto; Luz, estudiante universitaria a sus 83; o Emilio y Carmen, septuagenarios y bailarines.
Luego está el mismo Francisco Ayala, 102 años cumplidos. «Los jóvenes somos así», repetía en una reciente entrevista ante un periodista admirado de su sentido del humor y su curiosidad infatigable.
Pero no hay que irse a los viejos ilustres. Esta Feria misma de Sevilla me ha traído un divertido ejemplo, mientras esperaba un taxi en una cola monumental. Apenas una luz verde cada veinte minutos, pero esa es otra cuestión. El caso es que el plantón de dos horas, ahí estuvo la sorpresa, vinieron a animarlo las bromas y canciones de cuatro veteranísimas amigas asturianas. «Hija, esto es la vida, hay que entretenerse siempre». Eran jóvenes de 80. Y qué lección para tantos de 20 que desprecian la vejez porque ignoran que no es más que otra etapa de la vida, y pobre del que no llegue…
LOLA DOMÍNGUEZ
ABC
Para darle una vuelta y contestar ¿Para qué sirve un viejo?
Cuántos viejos se harán cada día esa misma pregunta. Y sí: digo viejo, con todas sus letras, no anciano ni tercera edad, porque viejo es palabra hermosa, mucho más que tantos eufemismos que alargan la sombra de connotaciones y tópicos, y bien lo saben, por ejemplo, en la ONCE, que hace años desterró el término invidente para hablar con orgullo de ciegos.
Para qué sirve un viejo. Qué injusto que esta sociedad paradójica, que nos alarga la vida pero reverencia la juventud como valor absoluto, acabe por hacernos olvidar la evidencia: hacerse mayor no es una carga, sino un éxito. «La invención de una nueva edad», tituló tiempo atrás un periódico un estimulante reportaje sobre lo grande que puede resultar ser viejo. El reportaje reunía a un grupo de personas que habían reinventado su vejez: Luis, que a los 82 había sacado el título de piloto; Luz, estudiante universitaria a sus 83; o Emilio y Carmen, septuagenarios y bailarines.
Luego está el mismo Francisco Ayala, 102 años cumplidos. «Los jóvenes somos así», repetía en una reciente entrevista ante un periodista admirado de su sentido del humor y su curiosidad infatigable.
Pero no hay que irse a los viejos ilustres. Esta Feria misma de Sevilla me ha traído un divertido ejemplo, mientras esperaba un taxi en una cola monumental. Apenas una luz verde cada veinte minutos, pero esa es otra cuestión. El caso es que el plantón de dos horas, ahí estuvo la sorpresa, vinieron a animarlo las bromas y canciones de cuatro veteranísimas amigas asturianas. «Hija, esto es la vida, hay que entretenerse siempre». Eran jóvenes de 80. Y qué lección para tantos de 20 que desprecian la vejez porque ignoran que no es más que otra etapa de la vida, y pobre del que no llegue…
LOLA DOMÍNGUEZ
ABC
Para darle una vuelta y contestar ¿Para qué sirve un viejo?
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