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Vejez: Abuelos Cuenta Cuentos, “una coartada contra la soledad de la vejez”


Mientras decenas de abuelitos mueren abandonados en hospitales de Cali, una veintena de jubilados se capacita para enaltecer la noble y antigua tarea de contar historias. Relato de abuelos narradores capaces de hacernos creer que los molinos de viento son en realidad gigantes disfrazados.



Todavía hoy, 39 años después del Golpe, el corazón de Ruca de Lettelier flaquea al evocar ese septiembre de 1973. La mujer es chilena, tiene unos ojos color aceituna que se esfuerzan por mantener a raya el llanto, unas mejillas pecosas y un cuerpo que se salvó de los fusiles de Pinochet. Ella creía haber guardado su dolor bajo siete llaves, pero ese dolor a veces se vuelve un niño necio que sale a jugar a la calle sin pedir permiso.
Sucede ahora mismo: Ruca está sentada en el costado de un largo corredor del tercer piso del área cultural del Banco de la República, en pleno centro histórico de Cali, y no vino hasta aquí, esta tarde de sábado, para recordar episodios ingratos. Pero sucede que a veces los recuerdos pesan más que los años y entonces Ruca, vestida de pantalón de dril y blusa blanca, sin querer, comienza a evocar.
Habla por qué hoy vive en esta ciudad y no en Santiago. Habla de Sergio, el esposo con el que debió salir huyendo, rumbo a Colombia, el único país a la mano, después de ver su nombre escrito en una lista negra. Era profesor universitario y militaba en la Mapu, un movimiento de izquierda. Y eso, en el Chile de la dictadura, era como andar con un tiro al blanco colgando en el pecho. Todo eso lo está narrando Ruca en una novela que aún no tiene nombre. La mujer completa ya 200 páginas y dos años repitiéndose a sí misma, escribiendo, el horror que vivió en su país. Mejor así, dice: recodar para escribir, no para llorar.
Ruca, lo entenderé pronto, no es una mujer que se empeñe en exhumar el pasado. Ella es simplemente una contadora de historias. Las suyas, las de otros.
Era eso lo que justamente hacía, una hora antes, frente a Matías, un pequeño de dos años que descansaba en su regazo. Ambos sostenían un libro, abierto de par en par, ‘El nuevo amigo de Franklin’, de Paulette Bourgeois. Ruca le narraba a Matías lo que ocurría en esas páginas: un día, un niño que siempre ha vivido en la misma ciudad y siempre ha tenido los mismos amigos, descubre de repente que una familia de alces se ha mudado a su vecindario. Franklin nunca ha visto nada parecido y siente temor. Pero uno de esos alces acaba convertido en su nuevo compañero de escuela.
Ruca leía el cuento con una voz afelpada, como de canción de cuna. Al hacerlo, recorría con sus dedos cada línea del relato. Así lo hacía también con María Paula, su única nieta. Recreando historias para ella, Ruca conseguía endulzar la nostalgia de la Patria que se partió en dos aquel septiembre en que todo se redujo a la sangre y al rumor de las armas.
La mujer lleva casi cuatro décadas viviendo en Cali, pero aún se le escapa ese tono cantandito, tan particular de los chilenos al hablar. El suyo es un “chileno moderado”, aclara, pero no siempre fue así: recién llegada a Colombia, mientras intentaba dar clases de historia en inglés en el Colegio Colombo Británico, los alumnos no se quejaban del contenido de su cátedra sino de que simplemente no se le entendía lo que explicaba. Hablaba con frenesí. Se comía la letra ese. Pegaba frases enteras.
No fue eso lo que sintió Matías hace apenas un rato. A Ruca las palabras se le resbalaban de los labios y el pequeño las recogía en su mochila de sueños y se imaginaba en ese mundo de alces que vivía Franklin. La abuela acariciaba cada una de las letras como si fueran de vidrio y las vertía intactas sobre un chico que después del primer párrafo estaba hechizado y en silencio. Así, de repente, Matías era otro Sancho Panza asombrado, creyendo que de verdad los molinos de viento que señalaba el Quijote eran un batallón de gigantes disfrazados.
Ruca de Lettelier es uno de los 25 abuelos en la ciudad, jubilados todos, que entregan varias horas de su tiempo libre a la semana para servir como voluntarios en un programa que se estrenó hace un par de meses en Cali: ‘Los abuelos cuentacuentos’.
La idea nació en Argentina, en la Fundación Mempo Giardinelli. El escritor tropezó con ella, hace cerca de 15 años, durante una visita a un hospital geriátrico en Alemania, en donde no solo constató el poder sanador de los libros; más importante que eso, lo útiles que se sienten los viejos cuando tienen frente a sí oídos benévolos dispuestos a escuchar sus historias.
El proyecto comenzó en la provincia del Chaco, y pronto se extendió por todo el país. Hoy, es un programa de Estado, financiado por el Ministerio de Educación de ese país.
A Cali llegó de manos de Alberto Rodríguez, otrora profesor universitario y fundador de la Fundación Casa de la Lectura. El asunto ya funcionaba con relativo éxito en Medellín, que lleva años apostándole a la formación de promotores de lectura, y el hombre pensó un día que leerles a nietos ajenos podía convertirse para muchos abuelos, en esta ciudad que trata con tanta ingratitud a sus adultos mayores, en “una coartada contra la soledad de la vejez”.
Tocó puertas; el Banco de la República abrió las suyas y, después de una breve convocatoria, ante él fueron llegando Ruca, María Elena, María del Carmen, Soledad, Nelly, Luis Alberto, Silvia Stella… Todos fueron capacitados, durante dos meses, sobre cómo pararse frente al público, cómo narrar, cautivar, emocionar, sobre cómo lograr que sus interlocutores, al final, entiendan lo que se les ha contado.
Hoy son 25 voluntarios que se toman escuelas, jardines, hospitales, comedores comunitarios, fundaciones y bibliotecas de Cali con una maleta cargada de libros, la Maleta Viajera, la llaman, y unos deseos poderosos de narrar lo que está consignado en tantas páginas.
Son abuelas y abuelos que, dice Alberto, una vez a la semana calzan sus tenis, se cuelgan el morral cargado de textos coloridos y caminan y caminan cuadras enteras hasta la primaria, la guardería o el hogar infantil para su cita de palabras con niños y jóvenes. A una edad en la que ya todo parece consumado, todos entendieron, gracias a este profesor, “que la literatura es también una forma de la felicidad”.
Es un programa que los pone a salvo de la compasión. Ruca lo sabe: “De repente te jubilas y te sientas en un sofá a preguntarte: Y ahora, ¿qué hago?. He conocido a muchos que se deprimen después de la jubilación, pero a otros les pasa lo que a mí: terminan descubriendo que se trata de la mejor etapa de la vida. Y lo mejor: que te pagan por pasarla bueno”.
Alberto describe el programa como “el encuentro creativo” entre niños y viejos. Como un acto de “concurrencia intergeneracional” que reúne“experiencia, memoria, imaginación y literatura”.
Suena muy técnico. Es, en realidad, un programa para tratar de preservar al brujo de la tribu. Ruca y toda su ‘corte’ son una prolongación de los abuelos tribales que desde sus viejas sillas cuentan cuentos para no sentirse solos, para no quedarse solos.
¿No son acaso los abuelos los guardianes de la memoria? Por supuesto. Son seres que aprendieron a encontrar sucesos extraordinarios en los hechos corrientes del día a día. Deja que un abuelo se entere de la pilatuna del hijo de un vecino para que enseguida te relate una fábula digna de ser repetida una y otra vez.
Es así, pero esta ciudad pareciera empeñada en negarlo. Porque mientras una veintena de abuelos cuentacuentos lee para sentirse útiles, cada mes terminan abandonados cinco adultos mayores, que sobrepasan los 60 años, a las puertas del Hospital Universitario del Valle.
Llegan con problemas de desnutrición. Algunos más, deshidratados. Otros, sin documentos de identidad, por lo que además de la exclusión de sus propias familias, terminan siendo nadie para el Estado. Varios más padecen enfermedades como el Alzaheimer. Los médicos del hospital los alivian, claro, pero después ningún hijo o nieto regresa por ellos. Las medicinas les curan el cuerpo, pero ellos quedan enfermos de olvido.
Cali pareciera no saber qué hacer con los cerca de 300 mil abuelos que recorren sus calles. Solo un 5% de ellos está cobijado por programas del adulto mayor y de Protección Social del Gobierno Nacional.
La cifra la entrega Felipe Delgado, personero delegado para la Oficina de Infancia y Familia de Cali, quien revela otra cifra que muele el alma: de los 65.000 que han solicitado ayuda del Programa de Protección Social, apenas 12.000 la recibieron. Resta elemental: 53.000 abuelitos, que ni siquiera cabrían completos en un estadio Pascual Guerrero a reventar, permanecen a la espera de que la sociedad les haga el guiño.
No todos esperan, en realidad. El Personero de Cali, Andrés Santamaría, revela que muchos de esos ancianos en situación de aislamiento acaban suicidándose. Lo hacen por puro miedo a la soledad. El año pasado, 11 se quitaron la vida.
Ya lo había dicho Gabo: la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.
Ahora quien narra es María Elena Londoño. Lo hace en una casa antigua del centro de Cali. Está sentada en la Fundación Ser Mujer. María Elena, economista, jubilada, cuerpo menudo, maneras refinadas, no tiene nietos; pero estas quince chicas que tiene delante suyo, que no pasan de los 16 años y cargan bebés en sus barrigas, son como las nietas que cualquier abuela podría reunir un domingo en casa.
Lee para ellas 'Momo'. Es una novela. Momo es una niña abandonada en una inmensa urbe europea, que llega a un barrio en ruinas y se instala allí. Hasta hace un mes, no era fácil leer frente a ellas. Las muchachas llegaban a la sala con ojos esquivos y duros. Es que varias han sido violadas. Y varias más piensan que la autoestima es una palabra rara que repiten los psicólogos.
No entendían por qué tenían que estar ahí sentadas, todos los miércoles a las 10 de la mañana, con una señora que pretendía ser su amiga. Más extraño que eso: que quería leerles cuentos. Benditos libros. Esta mañana de miércoles todo luce distinto. María Elena lee y ellas escuchan achispadas. Con la lectura esquivan su pasado de dolor.
Es que en el relato de los abuelos cuentacuentos no vibran historias de ficción escogidas al azar. Estos abuelos cuentacuentos preparan sus lecturas previamente, se esmeran por conocer a los autores de los relatos.
No lo sabe el pequeño Matías, que ya no está sobre el regazo de la bella Ruca. Esta tarde de sábado solo buscaba que le contaran una historia. Ella cumplió y él se marchó feliz. Intuyo entonces que cuando te jubilas, la soledad no consiste en levantarte un día y descubrir que ya los hijos se fueron y los nietos solo van a hacer visita. La soledad debe ser llegar a viejo y no tener a quién echarle un cuento.
El País, Colombia

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