LA PARTIDA DE ANA GONZÁLEZ, EMBLEMÁTICA DEFENSORA DE LOS DERECHOS HUMANOS
Más de cuarenta años dedicando su vida a la defensa de los derechos humanos. Desde que la dictadura le arrebató a su marido, a dos de sus hijos y a su nuera embarazada, entendió que dedicaría su vida a buscar verdad y justicia. Ana González, Anita González, un emblema de la lucha contra la impunidad, dejó este mundo a los 93 años, y ahora es el deber de Chile continuar con su búsqueda.
Por Gabriel Marín
Fundadora de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) y comunista desde su adolescencia. Ana González fue dirigenta de base, presidenta de la junta de vecinos y una activista de aquellas que pasarán a la historia. Pasó su vida buscando la forma de acabar con las desigualdades sociales y buscando verdad y justicia para las víctimas que dejó la dictadura chilena.
Su pasión inagotable, su fuerza y su valentía característica fueron la que la transformarían, en poco tiempo, en un emblema de la defensa de los derechos humanos. Antes de su muerte pensaba en que le gustaría ser recordada como una mujer que amó mucho a su pueblo, sin embargo, será recordada por eso y por mucho más.
Emblemática como ella misma fue la carta que Ana escribió al general Juan Emilio Cheyre el 28 de abril de 2017. “Cuando niña, aprendiendo de nuestra historia patria, se me grabó el gesto del Almirante Miguel Grau, al devolver a la viuda de nuestro héroe Arturo Prat, sus cartas y pertenencias. Qué nobleza, y era el enemigo. ¿Por qué a nosotros no nos devuelven los huesos de nuestros amados, chilenos que fueron masacrados por otros chilenos? Le aseguro que el país avanzaría por el camino del honor, la grandeza y la recuperación de su salud mental. Me niego, como ciudadana de este país, a que tanto crimen siga en la impunidad, a que nuestro dolor siga ignorándose y se nos niegue lo más elemental: Verdad y Justicia, nada más pero nada menos. En Santiago, a 19 días del mes de Abril de 2007, a tres días de cumplirse el 31 aniversario de la detención y desaparición de los míos”, decía González en uno de los párrafos de aquella misiva.
Memorias de una luchadora incansable
El mismo barrio donde vivía con su familia fue el que vio desaparecer a sus a sus hijos Luis Emilio y Manuel Guillermo, de 29 y 22 años, y a su nuera Nalvia de 20, embarazada de tres meses. Fue el 29 de abril de 1976 cuando la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), policía secreta de la dictadura pinochetista, se los arrebató. Lo mismo ocurrió con Manuel Recabarren, su esposo, al día siguiente, cuando salió temprano de casa para buscar a sus hijos.
Desde ese momento, Ana González entendió que dedicaría su vida a la búsqueda de verdad y justicia. Y hoy, 42 años después, falleció sin saber dónde estaba su gente torturada, desaparecida y asesinada por agentes del Estado durante la dictadura.
Recorrió calles, comisarías y hospitales buscando a su familia. Cada vez que sonaba la manilla de la puerta principal de su casa se sentía invadida por la esperanza de que aparecieran asomándose por el umbral. La ansiedad que le generó aquel sonido la llevó a tomar la decisión de ponerle un candado, y desde ahí que ya no se entró más por aquella puerta principal de su casa en San Joaquín, comuna ubicada al sur de Santiago.
Dentro de su activismo, y entre muchas otras cosas, participó de la primera huelga de hambre en la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), acudió, por nombrar algunas instituciones, a Naciones Unidas, a la Organización de Estados Americanos, a la Cruz Roja Internacional, a la Comisión Internacional de Juristas, al Vaticano, el Consejo de Iglesias de Nueva York, Amnistía Internacional, universidades y medios de comunicación, portando siempre la imagen de sus desaparecidos. En uno de sus regresos a Chile se encontró con una condena al exilio, sin embargo, la firme decisión de volver al país y la presión internacional obligaron a la dictadura a permitir su regreso.
Su historia de vida, al contrario de lo que se podría llegar a pensar, no le impidió vivir la felicidad y el disfrute de las pequeñas cosas. “La felicidad es la alegría de vivir, y que haya dónde dormir, dónde anidarse en una casita, tener hijos, que los hijos se eduquen, que todos los jóvenes estudien, que los niños sean felices y que los viejos sean bien cuidados por todo lo que han hecho en su vida. Yo creo que es muy difícil ser feliz en las circunstancias en que estoy, porque ser feliz es no saber de la infelicidad. Pero hay sonrisa, porque lo que la dictadura quiso es que yo, como tantas, nos fuéramos a la casa a llorar y quedarnos muy tranquilas. Pero no lo lograron”, le comentó Ana al periodista Richard Sandoval en una entrevista realizada en enero de este año.
Esta partida, además de su inabarcable legado, nos deja con un libro autobiográfico que quedó listo para ser publicado. Son las memorias que Ana escribió durante años y que recogen esa historia de vida embriagada de lucha con sentido social.
Su pelo tomado tras la cabeza, sus manos siempre elegantes y su mirada inmiscuida con la historia son imágenes que quedarán grabadas en la memoria nacional, en esa memoria que no olvida ni olvidará jamás a las víctimas de la dictadura chilena. Porque la búsqueda y lucha de Ana González no se termina con su muerte. Ahora es el deber de Chile continuar haciéndolo, y es el momento de que Ana, si es que existe otra vida, vuelva a encontrarse con sus hijos, con su gente.
Museo de la Memoria
Ana González, la voz que nadie pudo apagar
Este viernes, Ana González, miembro fundadora de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), falleció. Con ello, distintas voces se alzaron para plasmar un sentido mensaje: “Verdad, justicia y fin de la impunidad”.
“¡Compañera Ana González, presente!” Ese fue el clamor que este viernes marcó la marcha número 108 de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), actividad que cada viernes se realiza a las 13:00 horas frente al Palacio de La Moneda.
Ese grito no fue casualidad, por el contrario, con ello la organización buscaba homenajear a Ana González, cofundadora de la AFDD, quien falleció, este viernes, a los 93 años.
La información sobre su muerte no tardó en difundirse a través de redes sociales. Allí su nieta putativa, Lorena Díaz, señaló que González había fallecido luego de pasar por una serie de vejaciones por parte de las instituciones de salud.
“Mi abuela Ana está internada en el Barros Luco, en urgencia, y como no hay camas la dejan hospitalizada en la camilla de la ambulancia. Por la cresta, cero dignidad para nuestros viejos”, escribió el miércoles pasado en su Twitter.
Finalmente la activista, luego de ser trasladada al Hospital San José, falleció producto de una insuficiencia respiratoria.
Lorena Pizarro, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), lamentó la muerte de González. Según comentó, este hecho sólo puede evidenciar cómo los familiares de las víctimas de la dictadura han fallecido sin poder conocer qué pasó con sus seres queridos.
“Todas y todos se van sin saber qué pasó con sus familiares durante dictadura. Por lo tanto, su muerte nos provoca una gran tristeza”, dijo.
Por su parte, el músico Roberto Márquez manifestó que la muerte de Ana González no puede sino generar vergüenza: “Eso siento: mucha vergüenza, una pena inmensa por Anita, quien luchó toda su vida, porque buscó por muchos años a sus familiares, pero creo que seremos muchos los que vamos a seguir buscando por ella, los que vamos a dar hasta el último aliento buscando a nuestros desaparecidos”.
Así, la noticia no dejó indiferente a ningún sector: “Hasta siempre, querida Ana González. Chile te recordará por tu gran valentía y por tu incansable defensa de los Derechos Humanos y justicia”, declaró la ex presidenta Michelle Bachelet.
Mientras, el alcalde Daniel Jadue dijo: “Triste partida de Ana González, bella luchadora por los derechos humanos, quien a sus 93 años nos deja sin haber encontrado a su marido, dos hijos y su nuera embarazada, todos detenidos desaparecidos”.
Una labor incansable
Ana González nació en 1925 en la oficina salitrera El Toco, cercana a Tocopilla. Más tarde, se trasladó junto a su familia a una población de Renca. Luego, cuando tenía 17 años, comenzó a militar en el Partido Comunista. Sin embargo, a principios del 2000 dejó la militancia.
Pese a ello, su relación con el PC se mantuvo vigente hasta el último minuto. Tanto así, que en una entrevista publicada en 2014 por The Clinic, señaló: “Y yo tampoco dejé de ser comunista, porque la convicción es de un sistema socialista”.
Durante dictadura debió enfrentar la desaparición de su esposo, Manuel Recabarren, y la de sus dos hijos, Luis Emilio y Manuel. También, debió vivir la desaparición de su nuera, Nalvia Mena, quien al momento de ser capturada se encontraba embarazada. (Recientemente el caso de Ana González fue revivido por la serie Historia necesaria).
Tras la detención de sus familiares, Ana González se unió a Sola Sierra, Mireya García y Viviana Díaz. Incluso, en el marco de esta lucha, participó en una huelga de hambre que se realizó en la sede de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).
En 2011 estuvo nominada al Premio Nacional de los Derechos Humanos de Chile, que finalmente recayó en Viviana Díaz. Luego, en 2013, fue homenajeada por la Nueva Mayoría por su defensa de los derechos humanos.
No obstante, pese a los reconocimientos, González continuó siendo crítica respecto de cómo fueron abordadas las causas de DD.HH. Así, en una entrevista al diario El País, en el marco de la conmemoración de los 45 años del Golpe de Estado dijo: “El país está como lo pensó Pinochet. Cuando dicen ‘le ganamos a Pinochet’… Pienso que no es verdad. No le ganamos. Seguimos divididos y los luchadores de antes se recogieron a sus casas”.
“Para eso fue la dictadura: para silenciar al pueblo que había ganado su libertad. Pero confío en los jóvenes de hoy”.
El caso judicial
Ana González, luego de que sus familiares fueran detenidos, acudió a la Vicaría de la Solidaridad. Allí, el 30 de abril de 1976 interpuso un recurso de amparo en la Corte de Apelaciones de Santiago. Un año después, el tribunal sobreseyó definitivamente la causa, pero en 1978 la Corte debió retroceder y declaró el sobreseimiento temporal del caso.
El cambio más rotundo de la investigación vino en democracia, cuando Pinochet fue detenido en Londres. Entonces, el caso comenzó a ser investigado por el Ministro en visita Leopoldo Llanos, quien finalmente condenó a 19 ex miembros de la DINA por su responsabilidad en delitos de secuestro calificados de diversos detenidos desaparecidos, entre ellos, Manuel Segundo Recabarren Rojas, Manuel Guillermo Recabarren González, Luis Emilio Recabarren González y Nalvia Rosa Mena Alvarado.
Según el dictamen, las víctimas habrían pasado por Villa Grimaldi.
La despedida
El velorio de Ana González se realizará en su casa ubicada en calle Cantares de Chile #6271 en San Joaquín.
Foto referencial mural realizado por Coas Chile en la intersección de las calles Catedral con Herrera.
Radio Universidad de Chile
ANA GONZÁLEZ: “HAY QUE BUSCAR PARA NO PERDER LA ESPERANZA”
Una de las últimas entrevistas dadas por la incansable luchadora de los derechos humanos la dio a la revista Palabra Pública de la Universidad de Chile el pasado 5 de octubre, a la que agradecemos por la facilidad que nos entregó para poder publicarla de manera íntegra.
Su imagen es el símbolo de la persistencia de la memoria en nuestro país. Su duelo, interminable e inabarcable, la bandera de lucha que ha encabezado, representando en su cuerpo la historia de las víctimas de los atropellos a los derechos humanos en dictadura. Ana González de Recabarren recuerda su infancia tocopillana, su llegada a Santiago, las juventudes comunistas, las primeras imágenes de su amor, Manuel. Un testimonio que está también contenido en las páginas de su autobiografía, que acaba de terminar.
La fuerza de su rostro en un mural recién inaugurado, el mismo en cada marcha por la justica, la verdad y la memoria. Mujer insurrecta, mujer de una guerrilla especial que ella ni siquiera imaginó, cuando el siglo XX no llegaba ni a su primera mitad, allá, en Tocopilla, en el norte de Chile. Ana González (1925), histórica dirigenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y comunista desde su adolescencia, observa los rostros de los suyos, “los míos”, mientras revisa los anillos en sus manos delgadas, con uñas rojas, impecables. Lo hace para comenzar a recordar, mucho antes de ese día nefasto, cuando la infamia quebró a un Chile que no ha logrado volver a su densidad democrática, republicana; un Chile que no ha logrado recuperar sus vidas.
Manuel Guillermo (22), casado, dos hijos, gásfiter; Luis Emilio (29), técnico gráfico, ex dirigente sindical, y su esposa, Nalvia Rosa Mena (20), embarazada de tres meses, dueña de casa, y el hijo de ambos, de dos años y medio, Luis Emilio Recabarren Mena, Puntito, fueron secuestrados por la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) en un operativo que los agentes montaron cerca de su casa familiar, en calle Sebastopol con Santa Rosa. Los hermanos Recabarren González tenían una imprenta en Nataniel 47. Seguían el oficio de su padre, Manuel Segundo Recabarren Rojas, quien salió a buscarlos muy temprano al día siguiente. Tampoco volvió. Dicen que lo vieron en Villa Grimaldi. Su rastro se pierde en agosto de ese año. Puntito, el nieto que los agentes del Estado dejaron a merced de la calle perseguida, fue el único que sobrevivió.
Se los llevaron a todos.
La casa de los Recabarren González, en San Joaquín, es parte de ese país perdido. La reja se cerró a los pocos días de no volver jamás Manuel, quien fue dirigente gremial de los gráficos, presidente de los sindicatos de la Editorial Universitaria y Editorial Nascimento, y presidente de las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP) de San Miguel. Todos, incluida Ana, nunca dejaron de ser militantes del Partido Comunista. Ana, dirigenta de base, presidenta de la junta de vecinos, vivió para organizar y buscar la forma de derribar las desigualdades sociales.
Después de ese 30 de abril no quedó nada más que el silencio de afuera, de la calle sin confianza, delante de esa reja que permanece clausurada con una gran cadena. Se cerró así porque el sonido del picaporte hacía temblar a Ana a diario con un ruido falso, el mismo ruido que eternizó a la dictadura.
Una puerta que sólo se abrirá cuando regresen.
UN MAR DE TOCOPILLA A SANTIAGO
Su casa en San Joaquín es bajita y flanqueada por un árbol invernal cubierto de flores de plástico, pequeñas, como en el sur. Es una casa abierta de par en par en su interior, porque su hija Patricia decidió regresar desde Argentina para abrirla a quienes quieran escuchar sobre la tragedia y sobre esa nobleza altiva que significa “luchar con alegría”.
Sting, Joan Manuel Serrat, Gladys Marín, “la Tencha”, José Miguel Varas (“salíamos a almorzar con él y su señora, Iris Largo; yo lo quería mucho”) y tantos más se ubican en las paredes como imágenes sin tiempo, aferrados a esta casa que se niega a ser pasado. Se niega porque negarlo es negar a Chile. Se niega porque hay un libro que espera ser publicado. Las memorias de Ana González ya no desvelan más a su autora. Están ahí, listas para ser publicadas, urdidas una tras otras; poéticas, desgarradas, firmes como hilos recobrados del siglo XX y el XXI. Aquí transcurre la historia de un país de trizaduras y tronaduras, y también se dibuja –como quien sigue los puntos de un croquis- un país de ternuras infinitas que hoy a veces cuesta imaginar.
“Yo nací en el norte, en Toco, y luego mis papás vendieron ahí y compraron dos casas en Tocopilla; y creo que compraron en la mejor calle porque a un lado de la cuadra era toda ‘gente de familia’, como se llama, y al frente puras prostitutas. Así que yo crecí jugando con sus hijos. Además, cuando mis hermanos tenían unos 18 años, y como tenía negocio mi mamá, atravesaban para llevarles el vino o la cerveza, y yo, sin que mi mamá supiera, iba detrasito; nunca, nunca vi un mal ejemplo”, recuerda y se ríe mientras reconoce que esos años de inocencia estaban llenos de juegos, cariños, cruces de clases sociales, dialogantes; años duros también. Años de pocas fotografías y ella es de quienes tiene algunas, con sus padres.
“Hace muchos años que dejé el cigarro. Un día dije ‘si yo quiero vivir y seguir luchando por los míos y seguir en este país, tengo que dejar el cigarro’ y de la noche a la mañana lo dejé y nunca más volví a fumar. ¿Sabes cuándo me dan ganas? Cuando voy a una asamblea de derechos humanos y la gente sale a fumar, yo salgo y les pido uno para dar una chupadita; y eso es lo que hago, nada más”, dice ella, retratada mil veces con su pelo tomado y su cigarro en la mano, sorteando la ansiedad cubierta por décadas de espera. Cuando hay una manifestación o actividad relacionada con derechos humanos y el tiempo está bueno, Ana sale de su casa y Patricia la lleva. Septiembre de este año fue pesado, frío y en espiral: con un ministro que no duró ni una semana, una masiva revuelta por la memoria viva y la indignación generalizada frente al negacionismo. Ana salió poco durante septiembre, pero leyó, escuchó y vio mucho. Su lucha, que es de tantos y tantas, lo amerita.
Hoy se ríe de reojo cuando recorre su infancia nortina: “Con mi hermana Olga hacíamos todas las ‘maldades’; jugábamos a las bolitas, al caballito de bronce; fue una época muy linda. Y a mi mamá le gustaba izar la bandera tocando la vitrola, esas de mueble, con el himno. A medida de que el himno avanzaba ella iba izando la bandera junto a todos los jóvenes del barrio. Por esos años, una tía que vivía en Santiago –por el lado de mi padre, la familia es de Rancagua; incluso sus hermanos socialistas fueron regidor y alcalde- fue al norte a conocernos. Yo estaba en sexto de preparatoria, entonces a mi tía se le ocurre hablar con mi mamá para que me dejara ir con ella a Santiago y pudiera seguir las humanidades; en ese entonces no había en el norte. Y me vine en barco con ella”, recuerda.
Ese viaje en barco marcó esa época. Como si mirara por sobre un mascarón antiguo, cierra los ojos y dice que hasta siente cómo avanza lentamente, como si su cama navegara desde Tocopilla, donde su padre, como miles de hombres de a comienzos del siglo pasado, buscaba oro –era palanquero- y encontró a la madre de Ana, viuda con seis hijos (“eran los Vargas”). Tuvieron dos más y una vida de trabajo arduo y tardes al sol. “Los días más lindos eran aquellos en que todos jugábamos a la chaya; nos tirábamos agua y decíamos ‘¡chayaaa!’. La calle era el patio y sacaban hasta las artesas; la gente adulta, todos, jugábamos. Se subían a los techos y desde ahí se escuchaba ‘¡chayaaa!’ y tiraban el agua mientras se almorzaba; en la noche se seguía en la plaza. Es como si la viera. Ese juego se ha perdido, incluso la chaya de papel de volantín se ve poco”. Eran tiempos de casas y calles abiertas, cuadra tras cuadra.
Ana, ya en Santiago, estudiaba en el liceo y ayudaba a su tía Ana González de Peñaloza. “Era una mujer maravillosa; no he visto otra igual. Cosía los pantalones de medida; un trabajo que luego enviaba a las sastrerías del centro. Tenía cinco máquinas de coser y las operarias que encandelillaban; todo en su casa. Jugando, a los trece años ya sabía hacer el pantalón. Prendían el bracero para tener carbón para las planchas”. Ahí comenzó su vida en la capital.
MANUEL
“Yo tenía como 16 años, y en la población Bulnes –donde vivía con mis tíos, camino a Valparaíso- había una sede del Partido Comunista. Yo qué iba a saber de política en ese tiempo, pero ahí en esa sede bien modesta se hacían bailes todos los sábados; iba harta gente, nunca había un escándalo nada. Ahí mi tía me daba permiso para ir. Yo no hacía nada para no pasar a llevar los consejos que me daba mi tía. En ese tiempo en mi casa había una ventana grande que daba a la calle. Por ahí pasaba un joven que se veía tan correcto. Ese era Manuel, Manuel Recabarren. En ese tiempo él había llegado hasta el pato del silabario, pero era tan inteligente, tan empeñoso. De grande aprendió a leer”. Un día, mientras se anunciaba ‘¡reservado con pasteles!’ y el baile continuaba, Ana y Manuel se encontraron. “En esos bailes aprendí a conocer a los jóvenes comunistas, eran perfectos, y ahí estaba Manuel, el muchacho que yo veía pasar todos los días desde mi ventana cuando él venía del trabajo. Era muy bueno, con 16 años dominaba toda la política de Chile y la del extranjero, habiendo sido de una familia sin recursos. Con ocho años, él ya iba al río a sacar piedras para la construcción. Vivía a la altura de Renca, a la orilla del río; también lustraba. Pero Manuel, con el tiempo, llegó a trabajar en imprentas. Yo se lo recomendaba a mis amigas. Pero él no les hacía caso. Ahí dije ‘es fiel’, fiel al cariño que él me tenía; una sabe cuando un joven se enamora de una. Nunca habíamos conversado, pero yo lo admiraba. Ahí ingreso a las JJCC y luego yo invito a Manuel a la Jota para que fuera a las reuniones, ya que sabía tanto; así era más fácil conversar con la polola que él quería y yo lo admiraba”, recuerda Ana. “La primera vez que me invitaron a la Jota había como quince jóvenes y a mí me llamó la atención ver cómo estaban organizados. Elegían presidenta, secretaría, alguien de finanzas. Eran muy distintos a los jóvenes que una conocía. Eran muy respetuosos. Manuel me conquistó por su hermosa actitud. Yo pololié sólo con Manuel”.
A Ana la cautivó su inteligencia y tesón. “Me fui enamorando de él, porque lo veía muy serio, demasiado serio. Teníamos un taller con mi tía, en Santo Domingo 1240. En esa casa colonial, de tres patios, también un pintor tenía un taller, y al medio se reunían los dirigentes sindicales de bares, fuentes de soda y restaurantes. Se llenaba el día de las reuniones”, recuerda sobre esos primeros días viviendo juntos en esa especie de comunidad, en una pieza de casona antigua. “Mi tía nos dejó vivir juntos; era muy humana.
Él trabajó en El Siglo más adelante. Llegó hasta segundo año en la escuela, pero después daba conferencias en las universidades; fue riguroso con su formación, tenía una responsabilidad ante el partido. Teníamos una línea: organizar gente, dar charlas, salir a pintar a las calles para las elecciones, en brigadas; hacíamos el engrudo en tarros parafineros para pegar propaganda. En esos tiempos, la juventud salía a hacer propaganda, ahora no; hoy son otros tiempos, otras formas. Fue un bonito tiempo ése, de mucha unión y alegría. Con Manuel tuvimos seis hijos… Me emociono cuando hablo de Manuel”.
“PARA LA GENTE DEL PUEBLO”
“Los capitalistas no ponen el capital al servicio de los jóvenes, para que los jóvenes se superen. Sólo los explotan más para pagarles menos”, dice Ana con la convicción que la caracteriza. La misma que la hizo votar siempre por Salvador Allende, a quien conoció en el matrimonio de Francia Palestro, en una casa grande, de patios amplios. “Fuimos invitados por mis vecinos, militantes socialistas, con los que siempre nos llevábamos bien, pese a que había una discordia entre los partidos. A ese casamiento llegó Allende. Imagina lo que era eso. Organizamos una fila para saludar al presidente recién asumido. En eso estábamos cuando me doy cuenta de que Allende saluda y saluda, pero quizás porque tenía tantos dirigentes detrás que le hablaban, ya no miraba a quien tenía al frente. Bueno, en eso llega mi turno y él me estrecha la mano, pero miraba para atrás, pero yo no le doy la mía. Entonces, siente que no le dan la mano y se da vuelta y ahí me miró. Es ahí cuando lo miro y le digo ‘sabe, señor presidente, cuando me dan la mano me gusta que me miren a los ojos’. Y así fue”, recuerda.
Luego vino el golpe de Estado, ese día en que todo se vino abajo, porque “él no tuvo apoyo cuando fue presidente; quedó muy solo, sólo los comunistas le respondieron. Fue muy duro ese día y los que siguieron”. Ana nunca quiso irse de Chile, no quisieron. Horas antes de que estallara su propia tragedia, el 29 de abril de 1976, Ana hacía un volante para repartir el primero de mayo. “Pucha que escribes bonito, me dijo Manuel”, recuerda ahora sobre una de las últimas frases que a veces destellan en los recuerdos de terror en aquellos años, antes de dar paso al vacío y la lucha, sin Manuel, sin dos de sus hijos, sin una de sus nueras y sin el nieto que esperaba. “Un día entré al puerto de los recuerdos, abrí el polvoriento y viejo baúl, entre maravillada y asombrada, cual garugas en el cielo, vi cómo volaban páginas y páginas (…). Así parí este libro que más o menos es la vida misma”, lee Ana al repasar fragmentos de las cientos de páginas que a mano escribió durante años.
Dice que le queda “hilo para rato”, mientras observa el retrato de Manuel frente a su cama, el de sus hijos desaparecidos. “Yo envejecí, mi viejo no; los míos no envejecieron, sólo yo envejecí”.
El libro, subraya, “es para la gente del pueblo, porque porfiadamente sigo viviendo; soy una mujer cautiva por el amor por su pueblo” y lo seguirá siendo mientras busque un Chile más humano y encuentre a los suyos, porque “hay que buscar para no perder la esperanza, aunque sea entre nosotros, entre encuentros sencillos” como aquellos de los tiempos de la chaya.
“Veo hoy –advierte- que los partidos populares han perdido, pero siempre habrá gente comprometida y con nuevas maneras de lucha, aunando gente; no hay que olvidar que los partidos de la burguesía nunca van a ser de izquierda. Por eso creo que Allende fue muy adelantado; faltaba tiempo”.
El 28 de enero de 2004, Ana escribió “Carta de Ana González a Juan Emilio Cheyre”, a quien le decía: “Yo sufro por los mágicos y soñadores 21 años de mi nuera Nalvia, embarazada de tres meses, por mis hijos Luis Emilio y Mañungo, y por mi esposo Manuel. Todos ellos fueron detenidos y ocultados en el fondo de la tierra. Pero yo no sufro sólo por mi dolor de ausencia, muero un poco cada día al pensar lo que mis amados sufrieron, en la más completa indefensión (…). Apelo a su honor militar, a su conciencia, a su amor por la institución. Los porfiados hechos lo llevan a un único camino: la impunidad no puede ser el epílogo de esta tragedia nacional. Sólo entonces, sólo entonces, habrá un nunca más, como usted y yo lo deseamos…”.
Ana espera buenos vientos para octubre mientras mira una imagen del mural que Coas Chile le acaba de dedicar, a pocos días de que la Corte Suprema otorgara libertad condicional a reos de Punta Peuco. Y Ana, quien no abrirá esa reja hasta el día que se sepa la verdad y la justicia alcance, no espera sola.
La Nación
Muere a los 93 años Ana González, la Pasionaria chilena
Activista inagotable y rebelde en la dictadura de Pinochet, falleció sin saber el paradero de su esposo, dos de sus hijos y su nuera embarazada, desaparecidos en 1976
Ana González, durante la entrevista el pasado septiembre, en su casa de Santiago de Chile. SEBASTIÁN UTRERAS
Sin conocer el destino de sus cuatro familiares desaparecidos en 1976 –su esposo, dos de sus hijos y su nuera embarazada–, a primera hora de este viernes ha muerto Ana González de Recabarren, una de las activistas de derechos humanos de mayor simbolismo de la historia reciente de Chile. Falleció a los 93 años en el hospital San José, en el sur de Santiago, luego de que su familia enfrentara serios problemas para conseguir una cama en el sistema público. "Como no hay camas la dejan hospitalizada en la camilla de la ambulancia. Por la cresta, cero dignidad para nuestros viejos", escribía ayer su nieta, Lorena Díaz, que luego de su deceso le dedicó un mensaje a través de la red social: "Beso tu frente por última vez. Fuiste, eres y serás la mejor y más valiente guerrera. Amor infinito, abuela Ana". A esta hora, mientras la preparan en el hospital, sus parientes y amigos la despiden con música a todo volumen y le pintan las uñas de rojo, uno de sus distintivos físicos, como la propia González había pedido.
Sus restos serán velados desde esta tarde en la misma casa del municipio de San Joaquín en la que residía desde hace décadas y desde donde desaparecieron sus familiares. Desde 1976 el portón de la vivienda nunca se volvió a abrir. "Los míos", decía González cada vez que se refería a ellos, militantes del Partido Comunista.
Todos los suyos fueron detenidos en 1976 por la policía secreta del dictador Augusto Pinochet, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Primero sus hijos y su nuera: Manuel Guillermo, Luis Emilio y su esposa Nalvia Rosa Mena, de 22, 29 y 20 años, respectivamente. La noche del 29 de abril regresaban a la casa con el pequeño hijo de la pareja, Puntito, de dos años, cuando los capturaron. Nalvia, según los testigos, fue golpeada en el vientre con la culata de una metralleta a pesar de sus gritos y súplicas por estar embarazada. Inconsciente, la introdujeron en uno de los coches en que se movían los agentes. El niño fue el único que regresó, algunas horas más tarde, luego de ser abandonado en las cercanías de la casa. el esposo de González, Manuel Recabarren Rojas, de 50 años, desapareció el día siguiente, cuando salía de su casa temprano a buscar a sus parientes. Fue detenido en la misma puerta. Algunos testigos dicen haberlo visto después en el centro de detención y torturas Villa Grimaldi, donde se le perdió la pista para siempre.
Nacida en 1925 en el Tocopilla, en el norte de Chile, la desaparición de sus familiares trastocó para siempre su vida. Se olvidó de las labores domésticas para volcarse a la calle y a la lucha. Fue una de las fundadoras de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFPP). La detuvieron en decenas de ocasiones, lideró huelgas de hambre y viajó al extranjero para denunciar el horror que se vivía en el país en la dictadura de Pinochet. Como en alguna ocasión los militares no la dejaron entrar de vuelta, González soñaba con cruzar escondida la cordillera de Los Andes desde Argentina –como el patriota Manuel Rodríguez en el siglo XIX, decía– para plantarse frente al edificio del Poder Judicial e interpelar a los magistrados. Tenía pésima opinión de la Justicia chilena, por lo que en el baño de su casa instaló un curioso cartelito que decía: "Corte de Apelaciones". Su personalidad –valiente, rebelde, graciosa– la hicieron transformarse en un personaje conocido y admirado por las nuevas generaciones.
Le gustaba relatar que alguna vez fue bautizada como La Pasionaria chilena. "Me decían La Pasionaria chilena, pero también me decían mijita rica [muchacha guapa]", relataba en septiembre pasado a EL PAIS, cuando concedió una entrevista a propósito de los 45 años del Golpe de Estado contra Salvador Allende. En sus últimas semanas de vida, González analizó al Chile de hoy. "El país está como lo pensó Pinochet. Cuando dicen 'le ganamos a Pinochet', pienso que no es verdad. No le ganamos. Seguimos divididos y los luchadores de antes se recogieron a sus casas. Para eso fue la dictadura: para silenciar al pueblo que había ganado su libertad. Pero confío en los jóvenes de hoy. Salen a las calles a protestar y eso significa que vamos bien".
Los jóvenes chilenos la admiran, aunque la mayoría no había nacido en dictadura o eran niños. La cantante Ana Tijoux en febrero del año pasado la visitó para cantarle junto a su cama, cuando González tuvo una crisis de salud. En agosto se inauguró en el centro de Santiago un graffiti en su honor. "Brindo por la vida hermosa, por ella me estoy jugando y por defender la vida, busco lo que estoy buscando", se lee junto a su retrato. Le pedían selfies en la calle y la aplaudían de pie cuando llegaba a un acto público. Hace un tiempo, las cartas que llegaban a su casa venían con unos mensajes escritos con bolígrafo: "Aguante compañera, aún tenemos utopía"; "Por siempre en la memoria del tiempo consciente"; "Firme junto al pueblo". El mensajero anónimo era un joven cartero, que le hizo una confesión: "Espero alguna vez, Anita, traerle una buena noticia".
La ciudadanía y diversos dirigentes políticos han manifestado su pesar por su deceso. "Hasta siempre, querida Ana González. Chile te recordará por tu gran valentía y por tu incansable defensa de los Derechos Humanos y justicia. Mis condolencias a su familia y amigos", expresó a través de un vídeo en Twitter la expresidenta Michelle Bachelet, Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, con sede en Ginebra.
Entre los múltiples legados de Anita González –una leyenda– está un libro inédito de memorias donde relata sus 40 años de inagotable búsqueda.
El País
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