Cada día salta a las noticias la situación por la que pasan muchos ancianos. Unos viviendo en la indiferencia de la sociedad, y otros en un escenario de evidente desatención familiar.
Estos sucesos, y otras razones, me han llevado a escribir este comentario en el que los ancianos y las familias van a la par. Viajan juntos en la singularidad del amor y el odio.
Por un lado, el ser hijo parece ser que quiere decir «estar obligado» del cuidado de los padres.
Son frecuentes las frases de... para eso he tenido hijos, o ¿no tiene usted una hija? Como si en el caso de la mujer esta condición en una sociedad de costumbres tercermundistas signifique ser la cruz para todo.
Hablo de los hijos porque al manejar las circunstancias en que viven muchos viejos, como la soledad y el abandono, es a ellos a quienes se les señala con el dedo, como si fueran directos responsables, pero pocas veces se analizan en profundidad otros hechos que desencadenan tales circunstancias.
Hoy se vive en una civilización que va excesivamente deprisa; padres, madres, hijos y familias enteras corriendo en pos de un bienestar que de algún modo imposibilita la atención que la tercera edad demanda. En estos tiempos los clanes no son como los de antaño. Parece ser que no hay tiempo para el cuidado de nuestros seres queridos. Y el poco que nos queda no estamos dispuestos a renunciar a él. No obstante, sería prudente no olvidar la disposición del anciano para la convivencia. Su talante y forma de ser para integrarse en el orden familiar de sus hijos. Muchos no olvidan que la situación es otra. Persisten, sin embargo, en su actitud de personas con gobierno, carácter fuerte y a veces despótico, sin comprender que ésa no es la fórmula del éxito.
Nadie duda que al calor del hogar lo de «a la vejez, viruelas» es menos grave rodeado de hijos y nietos. Pero les aseguro que ni los hijos son tan malos, ni los ancianos unos angelitos. Y con la edad ya se sabe, se cambia mal. En este punto es necesario reflexionar y saber ganarse el cariño, reconvertirse si es necesario en una persona mayor más afable, en un viejo cariñoso y sensible dispuesto a ese silencio que mantenga la paz de los suyos. Seguro que nuestros últimos años serán distintos, posiblemente mejores, y la actitud de los hijos otra.
Jorge Serrano
La Nueva España
Estos sucesos, y otras razones, me han llevado a escribir este comentario en el que los ancianos y las familias van a la par. Viajan juntos en la singularidad del amor y el odio.
Por un lado, el ser hijo parece ser que quiere decir «estar obligado» del cuidado de los padres.
Son frecuentes las frases de... para eso he tenido hijos, o ¿no tiene usted una hija? Como si en el caso de la mujer esta condición en una sociedad de costumbres tercermundistas signifique ser la cruz para todo.
Hablo de los hijos porque al manejar las circunstancias en que viven muchos viejos, como la soledad y el abandono, es a ellos a quienes se les señala con el dedo, como si fueran directos responsables, pero pocas veces se analizan en profundidad otros hechos que desencadenan tales circunstancias.
Hoy se vive en una civilización que va excesivamente deprisa; padres, madres, hijos y familias enteras corriendo en pos de un bienestar que de algún modo imposibilita la atención que la tercera edad demanda. En estos tiempos los clanes no son como los de antaño. Parece ser que no hay tiempo para el cuidado de nuestros seres queridos. Y el poco que nos queda no estamos dispuestos a renunciar a él. No obstante, sería prudente no olvidar la disposición del anciano para la convivencia. Su talante y forma de ser para integrarse en el orden familiar de sus hijos. Muchos no olvidan que la situación es otra. Persisten, sin embargo, en su actitud de personas con gobierno, carácter fuerte y a veces despótico, sin comprender que ésa no es la fórmula del éxito.
Nadie duda que al calor del hogar lo de «a la vejez, viruelas» es menos grave rodeado de hijos y nietos. Pero les aseguro que ni los hijos son tan malos, ni los ancianos unos angelitos. Y con la edad ya se sabe, se cambia mal. En este punto es necesario reflexionar y saber ganarse el cariño, reconvertirse si es necesario en una persona mayor más afable, en un viejo cariñoso y sensible dispuesto a ese silencio que mantenga la paz de los suyos. Seguro que nuestros últimos años serán distintos, posiblemente mejores, y la actitud de los hijos otra.
Jorge Serrano
La Nueva España
Comments