FEDERICO MARÍN BELLÓN
Es difícil dejarse en casa los prejuicios ante 24 abuelos que viajan por el mundo mientras entonan un repertorio que incluye temas de los Ramones, Hendrix, los Rolling, James Brown, Dylan y algún grupo punk. En menos de cinco minutos, el más escéptico experimenta un subidón. El espectáculo acaba de comenzar.
Eileen, de 92 años, coquetea con el equipo de filmación. Steve, de 78, asegura que el sexo es ahora mejor: «Se tarda más y te diviertes más». Fred, unido por ley marcial a una bombona de oxígeno, es recuperado por el director del coro, Bob Cilman, para preparar un dúo junto a Salvini, seis quimioterapias a sus espaldas. Algún miembro del grupo ha llegado a recibir la extremaunción. A una de las «chicas» que pasó por el trago le preguntan si llegó a ver la famosa luz blanca: «No quise mirar», responde. «Si me derrumbo sobre el escenario, me apartáis y seguís con la actuación» es la consigna.
Si alguien piensa que estamos ante una película triste, se llevará una sorpresa mayúscula. Los octogenarios y nonagenarios de «Corazones rebeldes» derrochan vitalidad. Han encontrado en la música una razón para no dejarse llevar, para aferrarse a este puñetero mundo y beber hasta el último sorbo. Hay al menos un par de escenas en las que el espectador menos acorazado luchará contra sus glándulas lacrimales. Pone los pelos de punta ver cómo los reclusos de un penal luchan por no aflojar mientras el coro ataca el «Forever young» de Dylan en homenaje a un compañero muerto.
Muchos en el coro tienen hijos que ya son viejos y se resisten a llevarlos a los ensayos por temor a que empeore su salud. Si alguien falta un día, se sabe que por lo menos tiene neumonía. Tres de los coristas comparten coche, conducido por el único que todavía ve algo, a los 86 años. Eileen, de 92, es la única de su residencia que tiene llaves de la puerta principal. Suele volver cuando los celadores están acostados. El director del coro es un chaval de 53 considerado por todos un tirano que «mastica clavos y escupe hojalata». Jamás los trata con condescendencia. El primer día que les pone la canción punk «Schizophrenia» no distinguen una palabra de la letra ni una nota de la melodía. Ahora sus acordes son su himno, el clavo al que se agarran para seguir escalando la ladera de la vida, forever young, lust for life, viva la vida loca. Que son cuatro días, o 93 años.
El documental incluye algunos videoclips escalofriantes. Impresiona el «I wanna be sedated» de los Ramones. El «Stayin´ alive» cobra significado. La música más inocua deja de ser superficial. «I feel good» (Me siento bien) cantan la tatarabuela Dora y su amigo Stan, encorvado por una enfermedad espinal. Y lo mejor es que el espectador también se siente bien, reconciliado con el hecho de estar vivo.
ABC
Es difícil dejarse en casa los prejuicios ante 24 abuelos que viajan por el mundo mientras entonan un repertorio que incluye temas de los Ramones, Hendrix, los Rolling, James Brown, Dylan y algún grupo punk. En menos de cinco minutos, el más escéptico experimenta un subidón. El espectáculo acaba de comenzar.
Eileen, de 92 años, coquetea con el equipo de filmación. Steve, de 78, asegura que el sexo es ahora mejor: «Se tarda más y te diviertes más». Fred, unido por ley marcial a una bombona de oxígeno, es recuperado por el director del coro, Bob Cilman, para preparar un dúo junto a Salvini, seis quimioterapias a sus espaldas. Algún miembro del grupo ha llegado a recibir la extremaunción. A una de las «chicas» que pasó por el trago le preguntan si llegó a ver la famosa luz blanca: «No quise mirar», responde. «Si me derrumbo sobre el escenario, me apartáis y seguís con la actuación» es la consigna.
Si alguien piensa que estamos ante una película triste, se llevará una sorpresa mayúscula. Los octogenarios y nonagenarios de «Corazones rebeldes» derrochan vitalidad. Han encontrado en la música una razón para no dejarse llevar, para aferrarse a este puñetero mundo y beber hasta el último sorbo. Hay al menos un par de escenas en las que el espectador menos acorazado luchará contra sus glándulas lacrimales. Pone los pelos de punta ver cómo los reclusos de un penal luchan por no aflojar mientras el coro ataca el «Forever young» de Dylan en homenaje a un compañero muerto.
Muchos en el coro tienen hijos que ya son viejos y se resisten a llevarlos a los ensayos por temor a que empeore su salud. Si alguien falta un día, se sabe que por lo menos tiene neumonía. Tres de los coristas comparten coche, conducido por el único que todavía ve algo, a los 86 años. Eileen, de 92, es la única de su residencia que tiene llaves de la puerta principal. Suele volver cuando los celadores están acostados. El director del coro es un chaval de 53 considerado por todos un tirano que «mastica clavos y escupe hojalata». Jamás los trata con condescendencia. El primer día que les pone la canción punk «Schizophrenia» no distinguen una palabra de la letra ni una nota de la melodía. Ahora sus acordes son su himno, el clavo al que se agarran para seguir escalando la ladera de la vida, forever young, lust for life, viva la vida loca. Que son cuatro días, o 93 años.
El documental incluye algunos videoclips escalofriantes. Impresiona el «I wanna be sedated» de los Ramones. El «Stayin´ alive» cobra significado. La música más inocua deja de ser superficial. «I feel good» (Me siento bien) cantan la tatarabuela Dora y su amigo Stan, encorvado por una enfermedad espinal. Y lo mejor es que el espectador también se siente bien, reconciliado con el hecho de estar vivo.
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