Una reflexión de nuestros fotógrafos sobre lo que captaron durante los ataques terroristas del 11 de septiembre y lo que pasó después.
En 2002, The New York Times ganó el Premio Pulitzer por Fotografía de Noticias de Última Hora por su cobertura de los ataques del 11 de septiembre y sus secuelas. Dos décadas más tarde, les pedimos a nuestros fotógrafos que volvieran a revisar su trabajo de esa época y reflexionaran sobre las imágenes que tomaron y lo que costó captarlas. Editamos sus respuestas por espacio y claridad.
Kelly Guenther for The New York Times
Estaba mirando NY1 cuando vi un avión que se había estrellado en el World Trade Center. Agarré mi equipo y corrí hacia la Brooklyn Heights Promenade. Mi pareja señaló a un avión que volaba hacia la Estatua de la Libertad y supe lo que iba a suceder: iba a ser testigo de la muerte de cientos de personas. Recuerdo haber pensado: “¡No no no!”. Pero respiré hondo y me dije: “Esto es historia. Haz tu trabajo”. Me acerqué la cámara al rostro, hice una toma amplia del horizonte y esperé a que el avión entrara en mi encuadre”.
Kelly Guenther
Ángel Franco/The New York Times
Intento no pensar en ese día. Fui testigo del horror de la pérdida de los neoyorquinos: mamás y papás trabajadores, hijos, hijas, amigos. Tengo pesadillas. No dormir bien se ha vuelto la norma desde el 11 de septiembre. La imagen de la mujer congelada en el tiempo mientras reacciona a la caída de la primera torre del World Trade Center.
Angel Franco
Chang W. Lee/The New York Times
Si no hubiera cambiado con el gran angular que tenía en mi cámara dos días antes. Si no hubiera ido al lado oeste porque el camino estaba bloqueado. Si no me hubiera detenido en ese momento, sin aliento luego de correr hacia el World Trade Center. Si no hubiera mirado a la torre en llamas pensando: “Guau, se ve como si fuera a caerse en cualquier momento”, si no hubiera… todavía no sé por qué estaba destinado a captar ese momento.
Chang Lee
Ruth Fremson/The New York Times
Escuché un estallido de vidrios y una voz que gritaba entre la penumbra de la nube de la caída de la primera torre. Me arrastré desde la parte inferior del vehículo de emergencia donde me había refugiado y llegué hasta la voz, dentro del Stage Door Deli, en la calle Vesey. Era una escena surreal: bomberos, policías y unos cuantos civiles avanzaban a tropezones, recuperando el aliento, escupiendo el lodo que les llenaba la boca, iluminados por el resplandor siniestro de la vitrina que contenía las carnes frías y quesos para los sándwiches del día. El oficial Richard Adamiak se agachó, tosiendo. En el fondo de la foto está la entrada de la tienda de delicatessen. Debería verse la brillante luz solar que entraba a chorros en esa hermosa mañana de septiembre. Pero el barrio quedó inundado de oscuridad.
Ruth Fremson
Ruth Fremson/The New York Times
El tiempo se contrae cuando recuerdo y vuelvo a estar debajo de un vehículo de emergencia, en total oscuridad con lo que parecía una lija recorriéndome la garganta. Luego salgo disparada a Pakistán y Afganistán, a la segunda Intifada y a la guerra de Irak y de regreso a Estados Unidos. Ver con cada vez más consternación cómo se desarrollan los acontecimientos alrededor de la retirada de tropas ha activado mis recuerdos —de amigos perdidos, de esfuerzos en apariencia inútiles— y me pregunto: ¿Todo ha sido en vano?
Ruth Fremson
Krista Niles/The New York Times
Esa mañana, me tomó mucho tiempo encontrar una manera de escabullirme por el perímetro de la barricada policial para llegar hasta donde cayeron las torres. Al trepar por pilas precarias de escombros, dos bomberos captaron mi atención. Caminaban rápidamente y pude escuchar su conversación. Me enteré dónde habían buscado a un bombero de la 12, al que acaban de ubicar. Pasaron corriendo junto a mí y levanté mi cámara cuando le dijeron que su hermano, también bombero, estaba en una de las torres cuando colapsó y se creía que había muerto. Sus hombros se desplomaron y lo abrazaron en un momento de duelo. Al principio deseaba que los rostros de los bomberos hubieran sido más visibles en la toma. Sin embargo, con los años he llegado a apreciar su anonimato. Para mí, simbolizan la profunda pérdida que tantas personas experimentaron ese día.
Krista Niles
Andrea Mohin/The New York Times
Esto es en el puente de Brooklyn justo después del colapso de la segunda torre, cuando un éxodo de sobrevivientes salía lentamente del humo hacia la luz del sol. Me topé con Joseph Sylvester, que dijo que trabajaba en el World Financial Center. Estaba cubierto de ceniza y le sangraba la cabeza debido a un pedazo de escombro que le había caído encima. Dijo que estaba buscando a su padre, que trabajaba en la zona. Nunca olvidaré lo calmados y callados que estaban. Supongo que debían estar todos en shock, mientras caminaban silenciosa y lentamente hacia la seguridad.
Andrea Mohin
Krista Niles/The New York Times
Esta fotografía de Michele Defazio queda, para mí, como un recordatorio de la bondad de los desconocidos. Pienso en ella cada 11 de septiembre. Vi que Michele caminaba sola hacia el Bowery, donde se había armado una estación para reportar a las personas desaparecidas. Llevaba sus volantes caseros con la fotografía de su esposo y se detuvo durante el más breve de los instantes, abrumada por su pena y preocupación. En la calle, varias personas se detuvieron a consolarla. El momento fue fugaz. Poco después de que esta fotografía recibió un Premio Pulitzer llamé a Michele. Para mí era importante que supiera que su historia era significativa para la historia. Tuvimos una conversación breve y algo torpe debido a la extraña conexión que ahora nos unía. Me dijo que seguía intentando aceptar la pérdida de su esposo y que había establecido un fondo de becas en su nombre. En los días posteriores al ataque nos enteramos de que 658 empleados de Cantor Fitzgerald –entre ellos Jason, el esposo de Michele— murieron en el ataque. Luego cubrí su servicio funerario y lloré mientras retrataba al mar de gente que se había reunido en medio del duelo.
Krista Niles
George Gutierrez for The New York Times
Mi pauta era un funeral en Yonkers para un trabajador de servicios médicos de emergencia que murió en el ataque. La prensa mundial también estaba ahí, pero después del entierro empacaron sus equipos y se fueron. Yo me quedé para el homenaje del personal de emergencia que incluía un saludo y música de una grabadora. Disparé tres fotogramas en la lluvia, al final de un rollo, cuando Jay Robbins lagrimeó. Nunca olvidaré que sucedió justo cuando la música empezó a sonar. Me cuesta mirar esta fotografía. Todavía me rompe el corazón.
George Gutierrez
Paul Hosefros/The New York Times
Lo que me queda no es el fuego ni el hormigón gris aplastado del Pentágono, sino la sensación del viento fresco de otoño y el implacable cielo azul. Debajo de los pies había pedazos de la estructura verde del jet. Solo tenía momentos para disparar antes de que los equipos de rescate y otros dominaran la escena. Yo conocía bien ese espacio. Estaba en mi camino diario de casa a la corresponsalía. Yo conocía a dos personas que iban en ese avión. Cuando los cazas sobrevolaron —como en un tributo silencioso e iracundo— supe que la vida estadounidense jamás volvería a ser la misma.
Paul Hosefros
Nancy Siesel/The New York Times
En las semanas siguientes al 11 de septiembre me pidieron que fotografiara las secuelas: un panorama del bajo Manhattan y de Brooklyn que había sido alterado irrevocablemente. Quedaba un aroma amargo y quemado en el aire y el viento había acarreado fragmentos de papel hasta Brooklyn. Al ir manejando vi un camión de bomberos con las ventanas estalladas que ya no era rojo sino que estaba cubierto de una ceniza blanca y detritos, y que había sido remolcado de regreso a la estación, la 226. Al mirar a mi derecha vi cómo transcurría un momento emotivo y discretamente tomé dos fotos. El teniente Matt Nelson, a la izquierda, reacciona ante el abrazo de Tom Casatelli, el único superviviente del camión de ese día, y el hijo de su camarada caído, el teniente Bob Wallace. Es un momento que aún me persigue.
Nancy Siesel
Ruth Fremson/The New York Times
Después de los ataques terroristas la gente dejó a un lado sus diferencias, por un tiempo. De las ventanas en Park Avenue colgaban banderas de Estados Unidos. Tributos como este, en Union Square, brotaban por toda la ciudad. Regularmente se organizaban vigilias de oración y veladoras. La gente conectaba y se apoyaba: el país vivía un duelo colectivo. Hace veinte años nos rompieron pero nos unimos, en un intento por hacer mejores versiones de nosotros mismos. Dos décadas después, mientras nosotros mismos nos rompemos, no puedo evitar preguntarme, ¿quién ganó?
Ruth Fremson
Suzanne DeChillo/The New York Times
El sábado 15 de septiembre de 2001 estaba afuera de la iglesia de San Francisco de Asís para cubrir el sepelio de Mychal Judge –fraile franciscano, sacerdote y capellán del Departamento de Bomberos de la Ciudad de Nueva York— fallecido el 11 de septiembre cuando daba los santos óleos en el World Trade Center. No me permitieron entrar para fotografiar a los dignatarios y oradores pero eso resultó ser una bendición. La iglesia estaba repleta, pero una multitud se reunió en la estación Engine 1/Ladder 24 frente a la iglesia, una cuadrilla sobre todo de bomberos, algunos con sus viejos uniformes. Al final de la homilía, Michael A. Duffy, fraile y amigo de Judge, le pidió a todos que se pusieran de pie y levantaran su mano derecha para bendecir a Mychael, quien había bendecido a tanta gente en la vida y en la muerte. La multitud frente a la estación de bomberos levantó la mano y repitió la bendición que le había dado a tantos otros. Y también me bendijeron a mí.
Suzanne DeChillo
New York Times
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