Japón no aprende la lección de Fukushima. La industria nuclear corre cuesta abajo sin frenos; pero los políticos, supuestamente al volante, pisan el acelerador. Shinzo Abe, halcón ultraderechista recién elegido Primer Ministro, afirmaba el 23 de diciembre, días antes de tomar posesión, su plan de revisar la política energética y dar luz verde a la construcción de nuevas centrales nucleares. Lo dijo precisamente durante la visita al cementerio de Yamaguchi, donde yacen sus antecesores de la saga nacionalista: su padre, Abe Shintaró, ex-Ministro de Asuntos Exteriores, y su abuelo, Nobusuke Kishi, ex-Primer Ministro y mano invisible desde su retiro de los hilos de marionetas del partido conservador.
Noticia contrastante esa misma semana: la Agencia Reguladora Nuclear (NRA), antes criticada por depender de la industria atómica, pero recientemente propugnadora de su autonomía científica, comunica informes nada gratos para las empresas eléctricas, defensoras de la reapertura de reactores. Según la NRA, en la falla geológica bajo los terrenos de la central nuclear de Aomori (en el norte de Japón) permanecen los síntomas de actividad sísmica. La misma agencia corrige las proyecciones de hasta hace solo unos meses sobre zonas contaminadas por radiación atómica, reconociendo por primera vez lo deficiente de la información dada hasta ahora sobre la magnitud de la desgracia en Fukushima. También aconseja la Agencia que no se reinicie el funcionamiento de la central de Tsuruga, en la provincia de Fukui, a causa de la actividad sísmica detectada en el subsuelo.
Cincuenta mil manifestantes en el centro de Tokyo por la abolición de las nucleares son pocos, aunque significativos en un país con tradición de no indignarse, ni protestar ante todo poder fáctico. Pero los medios autocensurados ignoran la noticia, porque no es políticamente correcto dar a conocer la oposición.
Cuando la población de Kaminoseki, en la provincia de Hiroshima, se manifiesta ante las oficinas de la compañía eléctrica, para impedir una nueva central en su área, la administración local se apresura a publicar el balance de sus cuentas: del presupuesto anual de cuatro billones, un billón y medio proviene de subvenciones aportadas por la industria nuclear para el desarrollo de dicho ayuntamiento, a cambio de facilidades fiscales y logísticas para instalar sus centrales.
No son estas noticias agradables para días de año nuevo, aunque no falte alguna que las compense. La empresa eléctrica Tepco ha reconocido su responsabilidad por fallos en delimitar la zona peligrosa durante la evacuación tras el desastre de Fukushima, accediendo a pagar la indemnización reclamada por la familia de una mujer fallecida como consecuencia de las radiaciones recibidas en los primeros días de la tragedia. Es el primer caso ganado de las casi doscientas demandas presentadas.
De todos modos, a la hora de votar, la mayoría electora ha optado por el consejo del clan empresarial que lleva las riendas del país. Shinji Fukukawa, ex-viceministro de industria y comercio, presidente del Instituto de Planificación económica, escribía tajantemente en el Japan Times (17, octubre, 2012): “Nuestra política energética es la base de la administración económica, la actividad industrial y la garantía de mantener el nivel de vida estable. La política de reducción de la energía nuclear debilitaria nuestra competitividad, disminuiría nuestro crecimiento económico, aumentaría el desempleo y el coste de la vida. Por eso espero que cambie el gobierno en las próximas elecciones”. Su deseo se ha cumplido, por desgracia, cuando la ciudadanía votante ha preferido hacer caso al eslogan divulgador de estas ideas en la campaña electoral: “Hay que sacar el país hacia adelante”. Quienes no comulgan con esta visión del “animal económico” se preguntan: “¿Qué quiere decir hacia adelante? ¿Hacia dónde, hacia el próximo terremoto?”
Me vuelve a la memoria una y otra vez el episodio de aquel “sin techo” que deambulaba gritando por la zona comercial de Shinjuku, en plena hora de animación y compras. Con un cassette a todo volumen -música de Star Wars-, recorría este hombre el paseo gritando a los transeúntes: “Ha de venir un terremoto, hace falta un terremoto. Estáis todos dormidos, hace falta un terremoto para espabilaros”. Llegaron los de seguridad y se lo llevaron esposado. A mi lado, dos personas asustadas comentan: “Debe de estar loco”. Me dieron ganas de decir: “Quizás los locos seamos nosotros. O necesitamos que vengan locos a decir las verdades a esta sociedad anestesiada ”.
Juan Masiá
En la frontera
El País
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