Cuando somos jóvenes todos anhelamos llegar a la vejez, y los que la alcanzamos, nos quejamos de ella
JOSÉ MARÍA CASIELLES AGUADÉ Dice un excelente médico y entrañable amigo mío que si tienes más de setenta años y no te duele nada, lo probable es que estés muerto. El dolor es pues un signo de vida, y en ese sentido muy reconfortante. Por otro lado, desde el punto de vista de la fisiología, constituye una señal de alarma sobre algo que no marcha bien, y nos avisa de que precisamos atención sanitaria.
El mismo doctor me recomienda también encarecidamente que trate de llegar a los noventa y cinco años, porque después de esa edad se muere muy poca gente, según se puede comprobar en las esquelas.
Sobre la vejez, nadie ha escrito con mayor gracia y acierto que M. T. Cicerón. Dice en su pequeño tratado «De senectute» que, cuando somos jóvenes, todos anhelamos llegar a la vejez, y los que la alcanzamos nos quejamos de ella, lo que -sin duda- constituye un contrasentido notable. Luego comenta textualmente: «Dicen algunos que la alcanzan más rápidamente de lo que habían calculado». Y añade el romano en tono zumbón: «¿Quién les manda a ellos calcular mal?».
En otra parte del mismo opúsculo, se refiere Marco Tulio a la leyenda de Titonio, que era en la mitología griega el marido de la diosa Aurora. Ésta había logrado que Zeus -el padre de todos los dioses del Olimpo- concediera a su esposo la inmortalidad, que tantas veces había deseado; pero se había olvidado de pedir también para él el don de la eterna juventud; así que, como puede suponerse, Titonio envejecía sin parar y sin morir, hasta el punto de que la decrepitud volvió su vida insufrible. Ya harta de sus quejas y gruñidos permanentes, Aurora lo convirtió en cigarra, que tiene un canto fuerte y monótono; pero al menos no tan molesto como las quejas de su añoso marido.
Con referencias más actuales, tenemos el caso del actor, cantante y bailarín francés Maurice Chevalier. En su octogésimo aniversario recibió la visita de una joven periodista que fue a entrevistarle, y sin respeto a la diplomacia, le asestó esta imprudente pregunta:
-Monsieur Chevalier, ¿no le fastidia a usted cumplir tantos años?
-Teniendo en cuenta la alternativa, no; respondió el anciano, pero jovial cantante.
Para reflexionar sobre la muerte, volvamos a la sabiduría de Cicerón que, dicho sea de paso, supo afrontar la suya con singular serenidad y gallardía, cuando un traidor liberto suyo vino a asesinarle.
Dice Cicerón que a la muerte no habría que darle importancia alguna si el espíritu se extinguiese por completo -tal como opinan los no creyentes- o habría incluso que desearla, si conduce a algún lugar en que se pueda vivir eternamente, porque ¿qué podemos temer si vamos a dejar de ser desgraciados, o incluso ser mucho más felices?, y continúa razonando: No creo que haya que lamentar una muerte a la que sigue la inmortalidad. En otro paraje añade: Debe cultivarse desde la juventud la idea de no darle importancia a la muerte, porque sin esta reflexión no puede alcanzarse la tranquilidad de espíritu.
Para los más viejos o -si preferís el eufemismo- los que ya somos menos jóvenes, aconseja: El breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez, ni abandonarlo sin razón. Pitágoras -cita- prohibía abandonar la defensa de la vida, si no es por orden del general en jefe; esto es, Dios, y los pitagóricos nunca dudaron que teníamos almas inmortales emanadas de una mente divina universal.
La recomendación final está clara desde los más remotos tiempos: No arruguéis el ánimo.
La Nueva España
JOSÉ MARÍA CASIELLES AGUADÉ Dice un excelente médico y entrañable amigo mío que si tienes más de setenta años y no te duele nada, lo probable es que estés muerto. El dolor es pues un signo de vida, y en ese sentido muy reconfortante. Por otro lado, desde el punto de vista de la fisiología, constituye una señal de alarma sobre algo que no marcha bien, y nos avisa de que precisamos atención sanitaria.
El mismo doctor me recomienda también encarecidamente que trate de llegar a los noventa y cinco años, porque después de esa edad se muere muy poca gente, según se puede comprobar en las esquelas.
Sobre la vejez, nadie ha escrito con mayor gracia y acierto que M. T. Cicerón. Dice en su pequeño tratado «De senectute» que, cuando somos jóvenes, todos anhelamos llegar a la vejez, y los que la alcanzamos nos quejamos de ella, lo que -sin duda- constituye un contrasentido notable. Luego comenta textualmente: «Dicen algunos que la alcanzan más rápidamente de lo que habían calculado». Y añade el romano en tono zumbón: «¿Quién les manda a ellos calcular mal?».
En otra parte del mismo opúsculo, se refiere Marco Tulio a la leyenda de Titonio, que era en la mitología griega el marido de la diosa Aurora. Ésta había logrado que Zeus -el padre de todos los dioses del Olimpo- concediera a su esposo la inmortalidad, que tantas veces había deseado; pero se había olvidado de pedir también para él el don de la eterna juventud; así que, como puede suponerse, Titonio envejecía sin parar y sin morir, hasta el punto de que la decrepitud volvió su vida insufrible. Ya harta de sus quejas y gruñidos permanentes, Aurora lo convirtió en cigarra, que tiene un canto fuerte y monótono; pero al menos no tan molesto como las quejas de su añoso marido.
Con referencias más actuales, tenemos el caso del actor, cantante y bailarín francés Maurice Chevalier. En su octogésimo aniversario recibió la visita de una joven periodista que fue a entrevistarle, y sin respeto a la diplomacia, le asestó esta imprudente pregunta:
-Monsieur Chevalier, ¿no le fastidia a usted cumplir tantos años?
-Teniendo en cuenta la alternativa, no; respondió el anciano, pero jovial cantante.
Para reflexionar sobre la muerte, volvamos a la sabiduría de Cicerón que, dicho sea de paso, supo afrontar la suya con singular serenidad y gallardía, cuando un traidor liberto suyo vino a asesinarle.
Dice Cicerón que a la muerte no habría que darle importancia alguna si el espíritu se extinguiese por completo -tal como opinan los no creyentes- o habría incluso que desearla, si conduce a algún lugar en que se pueda vivir eternamente, porque ¿qué podemos temer si vamos a dejar de ser desgraciados, o incluso ser mucho más felices?, y continúa razonando: No creo que haya que lamentar una muerte a la que sigue la inmortalidad. En otro paraje añade: Debe cultivarse desde la juventud la idea de no darle importancia a la muerte, porque sin esta reflexión no puede alcanzarse la tranquilidad de espíritu.
Para los más viejos o -si preferís el eufemismo- los que ya somos menos jóvenes, aconseja: El breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez, ni abandonarlo sin razón. Pitágoras -cita- prohibía abandonar la defensa de la vida, si no es por orden del general en jefe; esto es, Dios, y los pitagóricos nunca dudaron que teníamos almas inmortales emanadas de una mente divina universal.
La recomendación final está clara desde los más remotos tiempos: No arruguéis el ánimo.
La Nueva España
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