“La frivolidad es tener una tabla de valores completamente confundida,
es el sacrificio de la visión del largo plazo
por el corto plazo, por
lo inmediato. Justamente
eso es el espectáculo”
“No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultos
de la misma manera, ni muchísimo menos”
Los periódicos más serios tratan de resistir al sensacionalismo, pero si la supervivencia está en juego tienen que hacer concesiones
“Estallidos como el 15 M son interesantes si no caen en el conformismo de la inconformidad”
Hablar de moda y cocina se ha vuelto más importante que hablar de filosofía o música”
Hay una mentalidad que identifica la política con la deshonestidad, eso es peligrosísimo para el futuro de la cultura democrática
A Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) le asaltaba desde hacía algún tiempo la incómoda sensación de que le estaban tomando el pelo. Lo empezó a sentir al visitar ciertas exposiciones y bienales, asistir a algunos espectáculos, ver determinadas películas y programas de televisión e incluso le ocurría cuando se arrellanaba en el sillón para leer ciertos libros y periódicos. En esos momentos, como él mismo cuenta, le sobrevenía la sensación, poco definida al principio, de que se estaban burlando de él, de que estaba “indefenso ante una sutil conspiración” para hacerle sentir un inculto o un estúpido, para hacerle creer que un fraude era arte; un embuste, cultura.
De esa sensación surgió una convicción y de esta un ensayo, La civilización del espectáculo (Alfaguara). En sus páginas el premio Nobel de Literatura disecciona la conversión de la cultura en un caos donde “como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Esa disolución de jerarquías y referentes es consecuencia, para Vargas Llosa, del triunfo de la frivolidad, del reinado universal del entretenimiento. Pero los efectos de este clima de banalización extrema no se limitan a la cultura. Para el escritor, y quizá sea este su juicio más severo, el empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción, algo que el autor de Conversación en La Catedral ilustra con una anécdota de su tierra natal:
Ver entrevista completa aquí
Comments