Iniciando el contacto con música. Recordando a Giuseppe Verdi, que nació en un día como hoy, pero del año 1813. Va Pensiero - Nabucco subtítulos español
Sus óperas, a la vez que encandilaban a los aficionados a la música, sirvieron para galvanizar el patriotismo de los italianos en los años de lucha contra Austria por la unidad del país.
Algunas grandes personalidades estampan con su sello el sentir de una época, los sueños de todo un pueblo. Esto es lo que le ocurrió al gran compositor italiano Giuseppe Verdi, cuya obra se convirtió en seña de identidad de la Italia del siglo XIX. Las óperas que compuso a lo largo de su dilatada carrera –como el Nabucco o el Don Carlos– no sólo compartieron escenario con las revoluciones liberales que acontecieron en esas décadas, sino que también se convirtieron en uno de los principales estandartes del proceso de unificación italiana, el Risorgimento.
Y es que sojuzgados por el poderío extranjero, los italianos estaban ávidos de figuras que fueran capaces de sobreponerse a las calamidades colectivas y a las desgracias propias para liderar con valentía política y tesón revolucionario a sus compatriotas en el camino del resurgimiento patrio. Verdi no fue un Mazzini, que dedicó su vida a la revolución, pero sí consiguió musicar los anhelos de libertad de un pueblo, el italiano, enardeciendo su patriotismo con la fuerza y la emoción de sus composiciones.
Nacido en 1813 en el pequeño ducado de Parma –por entonces bajo dominio napoleónico– y muerto en Milán en 1901 –centro económico de la recién unificada Italia–, pocos artistas han sido tan glorificados en vida por sus compatriotas como lo fue él. Y eso casi desde el principio, pues en 1846, cuando sólo tenía 33 años, su fama y el éxito de sus óperas ya daban para que el escritor Benedetto Bermani buscase sacar algún beneficio publicando una biografía suya: Bosquejos sobre la vida y obras del maestro Giuseppe Verdi.
ICONO DE LA REUNIFICACIÓN
Curiosamente, seis años antes, en 1840, la situación era diametralmente opuesta. La segunda ópera de Verdi, Un giorno di regno, estrenada en La Scala de Milán a comienzos de año, había sido un fracaso absoluto, aunque comprensible. Su corazón estaba roto por las recientes muertes de su mujer e hijos, arrebatados de su lado en edad temprana por una devastadora meningitis, por lo que Verdi tenía sus facultades diezmadas y su genio estaba ausente.
De este modo, cuando en un día del frío invierno de 1841, el empresario Giovanni Merelli le insistió para que aceptara musicar un libreto del poeta Temistocle Solera, Verdi, al llegar a su frío y vacío apartamento, tiró violentamente y sin ningún tipo de respeto el manuscrito sobre la mesa. Afortunadamente, como él mismo contaría años después, «el libro se abrió en la caída y, sin saber cómo, di un vistazo a la página que yacía abierta tras de mí; tan sólo leí una línea, Va, pensiero, sull’ali dorate, pero desde ese preciso instante no pude alejar el Nabucco de mi cabeza». Verdi leyó tres veces la obra esa noche, «por lo que por la mañana conocía entero el libreto de Solera desde el fondo de mi corazón». El texto de Solera ahondaba en las vicisitudes padecidas por el pueblo judío bajo el poder despótico del tirano Nabucodonosor. Cualquier buen compatriota italiano podía leer entre líneas: el pueblo judío no era otro que el italiano, y Nabucodonosor un símbolo de la tiranía del Imperio austríaco.
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