Foi bonita a festa, pá
São interlocutores de diferentes gerações, diferentes disciplinas, homens e mulheres, de esquerda e de direita, figuras públicas e anónimas. Identificámos com eles as decisões políticas que nos conduziram ao ponto em que estamos. Foi um modo de interrogar como se fez um país democrático.
24 DE ABRIL DE 1974
Viaje
Hay ojos que sólo miran el sueño; y, cuando
el sueño se disipa, se quedan ciegos.
Hay puentes por donde no se pasa, en invierno,
aunque nadie los vigile: puentes
sin arcos, abstractos como un arco iris
y fríos como la lluvia de la madrugada.
Un campo de hierba que crece;
el hechizo útil de los faros cuando la mañana
limpia las últimas nieblas;
un batir de párpados como alas:
imágenes que recuerdo
y me restituyen los ojos
con que contemplo la entrada de la ciudad.
Hay ojos que sólo miran el sueño; y, cuando
el sueño se disipa, se quedan ciegos.
Hay puentes por donde no se pasa, en invierno,
aunque nadie los vigile: puentes
sin arcos, abstractos como un arco iris
y fríos como la lluvia de la madrugada.
Un campo de hierba que crece;
el hechizo útil de los faros cuando la mañana
limpia las últimas nieblas;
un batir de párpados como alas:
imágenes que recuerdo
y me restituyen los ojos
con que contemplo la entrada de la ciudad.
Nuno Júdice
Un canto en la espesura del tiempo (Calambur, 1996)
Portugal recuerda los orígenes de la actual democracia.
Veintitrés horas menos cinco minutos del 24 de abril de 1974. La cadena Emisoras Asociadas de Lisboa emite la canción “E depois de Adeus”, de Paulo de Carvalho. Es la señal convenida para que unidades militares de todo el país salgan de sus cuarteles y tomen las calles.
Doce de la noche y veinte minutos del 25 de abril. La emisora católica Radio Renascença empieza a emitir la canción “Grandola, vila morena” de José Afonso; una canción que venía siendo usada en la propaganda comunista y que el régimen vigente en Portugal había prohibido. “Grandola, vila Morena” era la segunda señal: las unidades militares proceden a ocupar los puntos estratégicos del país, desde aeropuertos hasta instalaciones gubernamentales. Es un golpe de Estado.
La revolución
Era un golpe de Estado, sí, pero como su ideología era de izquierdas, el episodio pasó a la historia como una revolución: la “revolución de los claveles”, así llamada porque, a la mañana siguiente, una multitud salió a las calles ofreciendo claveles –y otras flores-a los soldados que habían tomado el poder. ¿Pero en nombre de quién lo habían tomado? En nombre del Movimiento de las Fuerzas Armadas, una sociedad secreta de militares opuestos al gobierno y cuyas convicciones abarcaban todo el abanico de las posiciones izquierdistas. De hecho, quien había dirigido personalmente la operación golpista era un bolchevique convencido: el teniente coronel de Infantería Otelo Saraiva de Carvalho.
El estupor en todo el mundo fue general. Y en particular en España, donde el Ejército, en aquellos años, representaba exactamente lo contrario. El propio Portugal, su sistema, su gobierno, era un referente para la derecha tradicional en toda Europa. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que el bravo y pequeño Portugal sucumbiera a la ola revolucionaria?
Lo que pasó fue, fundamentalmente, que el sistema vigente en Portugal había sido incapaz de prever su propia evolución al tiempo que naufragaba ante el enorme coste de su imperio colonial, el primero y el último de Europa. Portugal se gobernaba desde 1926 por un sistema autoritario que puso fin a los turbulentos años republicanos. Ese sistema comenzó como una dictadura militar y en 1933 adquirió un perfil institucional preciso: el llamado “Estado Novo”. Su principal cerebro fue el profesor Antonio de Oliveira Salazar, un catedrático de economía política y finanzas que, como ministro, había conseguido la proeza de limpiar el déficit público. Salazar implantó un régimen autoritario y nacionalista de tipo corporativo. No fue un fascismo: fue un autoritarismo de corte tradicional y católico que, eso sí, al tiempo que desmantelaba el comunismo neutralizaba cualquier aspiración monárquica. Franco dijo en cierta ocasión que su político más admirado era Antonio de Oliveira Salazar.
Cómo se hunde un imperio
El salazarismo logró ciertamente cosas prodigiosas. No era menos autoritario que el franquismo, pero gozó de la simpatía de los vencedores de la segunda guerra mundial, sobre todo por influencia inglesa. Portugal entró en la OTAN en 1949 y en la EFTA en 1959. El régimen funcionaba: siendo un país pobre, escaso en recursos, logró sin embargo mantener unos niveles de prosperidad aceptables. Pero el país tenía un problema mayor: el imperio colonial, y en particular las inmensas posesiones de Angola y Mozambique, que terminaron siendo un pozo económico sin fondo para los gobiernos de Lisboa.
Este asunto del imperio colonial iba a ser el talón de Aquiles del régimen. De entrada, le valió la antipatía de los Estados Unidos y, por supuesto, de la Unión Soviética: mientras todas las viejas potencias europeas afrontaban la descolonización de sus territorios, Portugal se obstinaba en mantenerlos hasta quedarse “orgullosamente solos”, como decía la propaganda oficial. Orgullosamente, sí, pero con muy graves consecuencias políticas y económicas. Las colonias no aportaban beneficios al país y, al revés, le exigían desembolsos sin fin, mientras que en el propio territorio nacional la pobreza se apoderaba del sector agrario y la emigración portuguesa hacia el exterior crecía hasta lo descabellado. El Estado Novo tuvo que hacer frente a conspiraciones republicanas, conspiraciones liberales, conspiraciones comunistas… Incluso a un intento de golpe protagonizado por el propio ministro de Defensa, el general Botelho Moniz.
En 1961 llegó lo peor: estalló una guerra colonial que iba a ser especialmente cruda en Mozambique y Angola. El ejército portugués demostró allí que sabía combatir, pero los efectos de la guerra fueron letales en el país, tanto en lo económico como en lo social. Buena parte de los militares que protagonizarían después la revolución de 1974 se había formado, precisamente, en la larga y acre guerra colonial.
Salazar tuvo que dejar el poder, incapacitado por un accidente, en 1968. Le sucedió como primer ministro otro profesor eminente, el jurista e historiador Marcelo Caetano, que cambió muy pocas cosas, entre otras razones porque era hechura del propio Salazar. El mundo, sin embargo, sí que cambiaba a su alrededor o, más bien, bajo los propios pies de Caetano. Allí, en las profundidades, empezaba a tomar fuerza el Movimiento de las Fuerzas Armadas.
El hombre del monóculo
A principios de 1974, toda la estructura militar portuguesa estaba contra el régimen. El jefe del estado mayor era Francisco da Costa Gomes, que había participado en la intentona de Botelho y después había destacado como comandante militar de Angola. Su segundo en el mando en el Estado Mayor era el general Antonio Spinola, un carismático oficial bien conocido por usar monóculo, que en su juventud había servido como voluntario en la Wehrmacht en el frente ruso y durante la guerra colonial había desempeñado cargos de alta responsabilidad. Spinola publica un libro, “Portugal y el futuro”, donde aboga abiertamente por cerrar la guerra colonial y buscar una solución política que, inevitablemente, habría de pasar por el abandono de las colonias. El efecto del libro de Spinola es fulminante. El Gobierno de Caetano ve enemigo por todas partes –y en efecto, los hay-. El 16 de marzo, un grupo de oficiales se levanta en Caldas da Ranha, no lejos de Lisboa. El pronunciamiento no es secundado por nadie, pero el Gobierno se siente acosado y emprende una campaña de investigación dentro de sus fuerzas armadas. De entrada, decide cesar a Spinola. El cual se acerca ya de manera inevitable al Movimiento militar, que empieza a ser un movimiento propiamente insurreccional.
Fueron los sucesos de aquel mes de marzo los que permitieron al Movimiento de las Fuerzas Armadas integrar a numerosos generales que, de otra manera, habrían permanecido al margen de un grupo demasiado inclinado a la izquierda. Y fue la incorporación de aquellos generales lo que, al cabo, facilitó la asonada del 25 de abril: el prestigio de sus nombres, su eficiencia técnica, su influencia no sólo ante sus compañeros de armas, sino también ante un Gobierno que habría podido aplastar a tal o cual coronel levantisco, pero que se sintió impotente ante una sublevación de semejantes dimensiones. El Gobierno terminó encerrado en el cuartel del barrio lisboeta del Carmen, rodeado por unidades militares. Un portavoz del Movimiento de las Fuerzas Armadas acudió allí a obtener la rendición del propio Caetano. El portavoz de los sublevados era el general Spinola.
El Gobierno Caetano renunció a luchar por el poder. A la una de la madrugada del 26 de abril comparecía ante la población, desde la radiotelevisión pública, el consejo militar encabezado por Spinola. La revolución de los claveles había triunfado.
Lo que vino después no fue exactamente glorioso. Las facciones más radicales de los sublevados trataron de llevar a cabo una revolución comunista. Los portugueses denominan a ese volcánico periodo de año y medio “proceso revolucionario en curso”, lo cual no deja de ser un eufemismo para etiquetar el caos. Hubo ocho gobiernos, hubo elecciones –que no sirvieron de gran cosa-, hubo una asamblea constituyente, se dio la independencia a las colonias, vino un flujo masivo de retornados a la metrópoli, habrá también golpes de estado… Pero esto es ya otra historia.
La Gaceta
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