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¿Se acabó la ‘omertà’ en el podio de la música clásica?

El maestro italiano Daniele Gatti, en un concierto con la Orquesta de Concertgebouw.

SALZBURGO

La tumba de Herbert  von Karajan en Anif (Salzburgo) sorprendería a quienes esperan encontrarse la correlación de una sepultura megalómana. Una lápida sencilla recuerda apenas el año de su nacimiento (1908) y el de su muerte (1989), pero también custodia los secretos que alentaron su hegemonía. Si el podio es por definición un espacio de autoridad e intimidación, Karajan lo convirtió en un territorio de inmunidad, impunidad e inviolabilidad, precisamente porque su poder en el ámbito de la música clásica le permitió ejercer como director sublime y tirano implacable.
"Karajan no entendía que se le dijera que no", explica a EL PAÍS un antiguo colaborador. "Si te pedía algo, tenías que dárselo. O te exponías a las represalias. Tanto ejercía su poder en el ámbito artístico como en el privado. Se concedía las mujeres y las alumnas que quería. Sabía de su carisma y de su fuerza. Entonces estaba mucho menos definido lo que ahora se llamaría comportamiento impropio. Nadie hubiera osado a denunciar a Karajan. Sería la perdición del denunciante, aunque también ocurría en ocasiones que el juego era aceptado por las dos partes".
Comportamiento impropio es el estigma al que tiene que sobreponerse la carrera de Daniele Gatti, cuyos excesos de fogosidad le han costado el puesto en la Orquesta del Concertgebouw y amenazan su carrera. Empezando por el compromiso que había adquirido en 2020 para dirigir el Anillo del Nibelungo en Bayreuth. No ha trascendido todavía si le rescindirán el contrato y si otras orquestas decidirán proscribirlo a título preventivo, pero la trayectoria del maestro italiano se expone al escarmiento que ya han experimentado James Levine y Charles Dutoit. El primero, acusado de acoso y abusos sexuales, fue expulsado del Met neoyorquino después de haberlo servido 46 años, mientras que al segundo se le evacuó el pasado diciembre de la Royal Philharmonic Orchestra por haberse amontonado las denuncias de acoso sexual.
“Lo que está ocurriendo es que se ha levantado un tabú”, nos deslizaba un veterano crítico alemán a cambio del anonimato. “Por un lado, los directores de orquesta son conscientes de su poder y de su influencia. Y no dudan a veces en extralimitarse. Por otro, en las décadas anteriores y puede que hasta principios de siglo XXI hubiera una cultura de la resignación. Las mujeres de las orquestas no denunciaban. Eran pocas en las grandes formaciones masculinas. Y sufrían las presiones del podio. No es que necesariamente se cometieran delitos, pero la figura de comportamiento impropio estaba bastante extendida. Y resultaba inconcebible que se represaliara a cualquier estrella. Estaban protegidas por el sistema”.
Es conocida la promiscuidad de Leonard Bernstein y el ejercicio plenipotenciario de su carisma sexual. Y podría decirse lo mismo de Georg Solti en su aparente ascetismo. Lorin Maazel ejercitaba a su antojo la prolongación fálica de la batuta, pero tendría poco sentido exhumar su libertinaje y descontextualizar el erotismo del podio. “Los directores de aquellos años”, añade el cronista germano, “sabían que su poder rara vez encontraba resistencia. Lo que hoy se observa anómalo y hasta intolerable, entonces no suponía la menor transgresión”. 
El escándalo que ha arrastrado el cese Gatti no solo puede servir de argumento introductorio a la denuncia de otros casos y al fin de la omertà. También arriesga a confundir o amalgamar los estadios delictivos con los méritos profesionales. No todos los comportamientos impropios implican haber delinquido. Y no todos los excesos de la moral deberían conllevar una represalia artística, pero el escarmiento universal de Kevin Spacey demuestra que Gatti, Levine y Dutoit, tres estrellas de la batuta, afrontan una tortuosa travesía en el desierto.
No traspasa la polémica la lápida que recubre la tumba de Karajan. Inmortal en su devoción y mitomanía, pero mortal en sus comportamientos sexuales y en el ejercicio de su poder y de su favoritismo. La excesiva protección a la clarinetista Sabine Meyer le costó un enfrentamiento con los profesores de la Filarmónica de Berlín, mientras que su ambigüedad con la jovencísima violinista Anne Sophie Mutter hubiera sido reconocida hoy como un síndrome de Lolita.
"Han cambiado por completo las relaciones de poder", concluye el colaborador del maestro. “La sociedad denuncia comportamientos que antes se toleraban. Las mujeres han perdido el miedo y cada vez asumen más protagonismo. Hay muchas y buenas directoras. Y los directores varones saben que los límites del podio están mucho mejor definidos que antaño. Inequívocamente”.
Los directores de orquesta son humanos, pese al halo divino que Dino Buzzatti observaba en la cabeza de Toscanini. Quiere decirse que hay entre ellos santos, homicidas, violadores y ascetas. Ha habido ya maestros enviados a prisión por abusos a menores (Robert King). Y los ha habido condecorados con el Príncipe de Asturias de la Concordia (Daniel Barenboim).
La cuestión es si el podio ha sido un espacio de excepción a las reglas. Y si la similitud fonética entre el director y el dictador ha propiciado un delirio de omnipotencia en algunas situaciones e instancias. Karajan no tendría dudas en admitirlo, pero resucitó al tercer día.
El País, 3 de agosto de 2018

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