Fox Searchlight Pictures
En un momento de Tres anuncios por un crimen, Frances McDormand parece rasgar en dos la celulosa del rollo de la película al mostrarnos cómo se ve un corazón roto. Sucede durante una reunión incómoda e íntima entre su personaje, una mujer dura llamada Mildred, y un jefe de policía enfermo, Willoughby (Woody Harrelson). Hasta ese momento Mildred ha parecido ser indiferente al dolor de este. Paga tres anuncios para atacarlo por no poder resolver el asesinato de su hija —uno de los anuncios dice “violada mientras moría”— y ha estado tan sumida en su propio dolor que no ha visto el de nadie más. Cuando se da cuenta de lo enfermo que está Willoughby, voltea a verlo como si lo mirara por primera vez. Queda estupefacta. Y nosotros también.
El dolor de los otros se asoma por toda la película, al menos cuando el director y guionista Martin McDonagh deja que así sea. El dramaturgo que se volvió cineasta (En Brujas), y cuyas obras son casi un subgénero, es un artista del dolor cuyas herramientas incluyen la violencia absurda, las risas crueles y los golpes inesperados. Apenas parece haberse esforzado con su última película, Sie7e psicópatas y un perro, una cuasi comedia que se centra en un guionista de cine que no sabe qué escribir. Como lo sugiere esta síntesis, McDonagh no tiene mucho qué decir en ese filme –en el que hay un conejo, robo de perros, hombres armados, chistes buenos y malos– pero lo poco que se dice lo dicen muy buenos actores, aprovechando las palabras y tonterías que él pensó.
Tres anuncios es mucho más ambiciosa. Como las otras películas de McDonagh, tiene muchas conversaciones, bastantes armas y momentos de espectáculo de hombres (principalmente) portándose de forma terrible. También gira —incansable y no siempre satisfactoriamente— entre comedia y tragedia, una especialidad McDonagh, con sangre vertida en el camino. Aunque esta vez también le ha dado a la película verdaderos personajes y no solo artilugios andantes, una trama en vez de ideas y reflexiones sobre cómo narrar y una metáfora algo difusa. Más que nada, le adjuntó a la película una tragedia que permite a los actores —sobre todo McDormand pero también un Harrelson excelente y un Sam Rockwell excelso— sacar todo su acervo histriónico.
La película empieza a fuego lento: Midred está detrás del volante de su camioneta cerca de tres vallas publicitarias abandonadas. Es un paisaje atractivo, con colores suaves, pero ella mira a las vallas publicitarias con una intensidad furiosa mientras se muerde las uñas con tal fuerza que parece estar cerca de arrancarse un dedo. Las vallas no están en blanco —se alcanza a avistar la imagen de un bebé sonriente en uno y la palabra “vida” en otro— pero son las páginas con las que Mildred quiere empezar su obra. Con texto en tinta negra sobre un fondo rojo sangre, utiliza esos espacios para anunciar su cruzada mientras McDonagh (a quien le gustan los gestos autorreferenciales) presenta los fundamentos de su historia: dónde, quiénes, cuál es el problema, qué pasa y un posible villano.
Los anuncios son un artilugio para McDonagh y una maniobra para Mildred; una manera de echar a andar todo (la historia y sus partes) y de echarle color a lo que parecía ser algo pacífico. Buena parte de la historia tiene que ver con las ondas y consecuencias —confusión, tonterías e ira— que causan los anuncios y que rápidamente involucran a todos los conocidos de Mildred. A pocos meses de la muerte de su hija, el pesar la ha hecho amurallarse; está aislada de una manera aparentemente impenetrable, como lo dejan ver la dureza de su mirada y su nueva identidad como madre de la joven asesinada. Los anuncios hacen de ese duelo un arma, una manera de enfrentarse a la ley y a otros hombres —un extranjero amenazante, un dentista justiciero y un ex abusivo (John Hawkes)— que juntos representan otro de los muros que han llevado a Mildred a encerrarse en sí misma
Merrick Morton/Fox Searchlight Pictures
A McDonagh le gusta superponer la comedia en la violencia y hacerte reír a partir de lo atroz. Esa yuxtaposición (por lo menos en sus películas) provoca esas risas que se te atoran en la garganta porque te hacen pensar en por qué, exactamente, te ibas a reír. Pero no siempre sabe cuál es el material primario y cuál el secundario, o no le importa; sus chistes pueden ser superficiales y poco interesantes con pinchazos pequeños que ni sacan sangre. Se trata menos de presentarle un reto a la audiencia que de tapar los clichés en los que llega a caer su material, y la teatralidad que rodea toda la trama. Al final, todo en Tres anunciosencaja demasiado bien, incluso en medio de tanto caos, aunque las actuaciones le dan suficiente textura a todo para que no se vea lo lijado y trabajado que está.
McDormand en particular es la que provee imperfecciones hermosas. Muy naturalista, nada forzada, siempre se siente más como una actriz de carácter que una estrella, aunque es la protagonista. Nunca parece preocuparle que el público no la quiera o no simpatice con ella, lo cual es emocionante, sobre todo cuando a tantas actrices se les pide que solo seduzcan o consientan. En esta película vuelve al dolor de su personaje tan apabullante que se nota en cada gesto y cada mirada: está ahí en la manera en la que aprieta la quijada, endurece su boca y vuelve impávida su cara, como si estuviera fortificando sus defensas. El dolor también la hace horripilante, quizá irremediablemente, pero eso es justamente lo que la vuelve tan conmovedoramente humana.
Esa misma cara impávida es buena para los matices de comedia, incluso si los intentos de McDonagh de meter humor son cada vez menos exitosos. En Tres anuncios le gusta jugar con las ideas, las tonalidades y el realismo, incluido el personaje blanco racista que se redime, lo que sugiere —pese a todo su enojo y sus diatribas— que McDonagh sí tiene algo de esperanza en la humanidad.
El problema es que la idea a la que regresa tan insistentemente es que la venganza es un dolor que nunca disminuye; ese mismo dolor que Mildred atiza y que la endurece y que, con el tiempo, consume todo con tal brutalidad que la violencia es indistinguible de lo que la causó.
McDormand te rompe el corazón, pero McDonagh solo te desgasta.
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