Julia López, de 88 años, posa en la puerta de su tienda de fotografía, que regenta desde hace 50 años, en el casco histórico de Santiago de Compostela, tras volver a abrir durante la desescalada. EFE
"Antes veíamos a los asiáticos como un poco místicos por sus mascarillas y ahora las llevamos todos". Julia López cumplió 88 años el pasado 4 de mayo. Usa mucho esa protección para poder trabajar a diario. Es maestra nacional, pero acabó en la fotografía, donde dice ser la “becaria” permanente.
"Lo pasé muy mal con el cierre. Los días se me hacían muy largos", confiesa en la silla de un negocio que abrió sus puertas hace más de medio siglo, en 1968. El fallecido Paco Iglesias, su marido, que era el retratista, eligió el nombre, “Sandine”, por el parecido que le atribuían con un cantante argentino de voz melodiosa.
Él, que murió de un cáncer de pulmón a los 71, quiso ser boxeador y fue minero, probó como futbolista y acabó como gráfico, tarea profesional que compaginaba con su otra gran afición, la de animador de orquesta, y con el mismo apodo artístico.
Doña Julia, como le dicen, quedó viuda hace “casi” tres décadas, cuenta a Efe. “Él, once años mayor que yo, era el profesional, y yo, siempre ayudando; como ahora con Tavo”. Habla de uno de sus dos hijos, Gustavo, que cumplirá 58 el próximo julio y que sigue con el legado.
“Mi madre hace lo que ella quiere. Le costó el cierre, en su momento, cuando era obligado. Y cuando pudimos volver a abrir, no quería ceder”.
“Le comentamos que había que esperar a ver cómo iba la cosa. Aguantó dos días. Al tercero ya no había quien la dejase en casa. Vino por sorpresa. Cumplir sus deseos es algo que se ganó y se ganó de sobra. Ha sido y es muy buena”, comenta su descendiente, al que esta anciana describe como un hombre “muy tranquilo”.
Doña Julia suelta una primicia que desemboca en una sonora carcajada: “Cuando Tavo se jubile, yo me voy con él, claro”. Gustavo, tras recomponerse del ataque de risa, agrega condescendiente: “No es de pasatiempos. Si le gustase pasear o la huerta... pero es de costumbres. Ella se siente aquí en familia, con sus clientes”.
“Bastante he hecho con no ir al supermercado". "Yo estoy mejor aquí”, corrobora Julia, que entiende que la nueva normalidad es que en lo posible todo vuelva a estar como antes.
Doña Julia vive sola -"soy independiente"- en un primero. Su nieta Carla, hija de Tavo, con su marido y su hija, en el segundo.
“Tengo una bisnieta que es un encanto. Muy activa y sabe mucho. Es una sorpresa siempre con ella”, manifiesta pletórica la sempiterna "aprendiz".
Durante el enclaustramiento, esta entrañable compostelana “en prácticas” echaba mucho de menos sus rutinas de comer y desayunar fuera. Pero al igual que “Fotos Sandine”, ha retornado a su actividad habitual el “Paradiso”, un histórico establecimiento hostelero que tiene justo al lado.
Tavo es forofo del pulpo. En el caso de su progenitora, el espectro de debilidades se amplía: caldo, tortilla, arroz y sardinas.
Y, cómo no, el café. “La comida la hacía en casa y el café también, pero echaba de menos el de cafetería. Es mi vicio”.
Julia cursó magisterio. Terminó a los 17, un mes de junio, y en julio empezó a trabajar en una academia en su ciudad. Así, diez años. A los 27, -“para qué apurarme”-, contrajo matrimonio.
“Me gustaba lo mío. Nunca hubiese imaginado que me iba a dedicar a la foto”. Y, en la actualidad, no concibe dejar de hacerlo.
Con su esposo pasó ocho años en Venezuela, donde estuvo un tiempo como educadora. Juntos hacían lo mismo que en la capital gallega y él incluso cantaba los sábados en una televisión de allá. “Me gustaba aquello, pero a él, santiagués como yo, mucho no. Allí nacieron Tavo y Paco”.
En efecto, Julia tiene otro hijo, Paco, de 59, que tiene su puesto en un banco cercano. Y dos nietos, por parte de él, que, como su abuelo, adoran la música.
Esta octogenaria tiene su domicilio en el barrio de Vista Alegre y toma cada día el autobús para llegar a la Rúa do Vilar, en el casco viejo, y entrar en un local que no se ha visto afectado por la era tecnológica. Las cámaras más antiguas que poseen son las Linhof, que son, observa Julia, unas "máquinas buenas, muy buenas".
“La fotografía está muy caída -lamenta-. Con esta cosa (el virus) más. Clientes siempre hay. Vamos remando. Aunque con esto de los móviles...”, gira la cabeza.
El estado de alarma fue definitivo, no obstante, para que se hiciese con uno de esos teléfonos. Hasta entonces únicamente disponía Doña Julia de un dispositivo fijo, pero dos facturas de 76 y 65 euros, respectivamente, resultaron decisorias. Recibe llamadas, no las hace, ni utiliza WhatsApp. Tampoco tira fotos con él.
Doña Julia se pinta los labios y cuida su cabello. Hace una excepción para las fotos y se quita la tela que cubre su nariz y boca. “La mascarilla me empaña las gafas. Soy presumida”. Prueba de ello es que se apoya, cual modelo, en una puerta, para que así “no quede retratado” su pequeño encorvamiento.
Tavo espeta un “juntos somos mejores y ha quedado demostrado”. Podría referirse a su madre y a él, pero su comentario se centra en la sociedad española, de la que forman parte.
Doña Julia, bien erguida, asiente. Y, haciendo gala de su amabilidad y trato exquisito, se despide cariñosamente de la prensa. No borra de su mente las imágenes de aquellos pelotones de fotógrafos de medios de comunicación que se agolpaban en el estudio para ver cuál era el primero en revelar su carrete.
El Diario
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