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La experiencia doliente

En su nuevo ensayo, el pensador argentino aborda el concepto de dolor como vivencia central de individuos singulares que lo dotan de particularidades propias, e investiga los modos en que puede convertirse en una herramienta poderosa para proyectar el futuro.


Por Gustavo Santiago
Para LA NACION

El enigma del sufrimiento
Por Santiago Kovadloff
Emecé/288 páginas/$ 43


Probablemente el concepto de dolor sea uno de los más ricos y complejos entre aquellos que han inquietado al hombre a lo largo de su historia. Con él se alude a una experiencia íntima y particular, ya que ningún dolor es igual a otro dolor. Se podría decir, incluso, que el dolor no sólo es algo que se experimenta desde la singularidad, sino que es un elemento central en la construcción de toda singularidad. El dolor es diferente en cada individuo; cada individuo es quien es en función de los dolores que, a modo de golpes de cincel, lo han constituido como tal.

Pero, al mismo tiempo, el dolor parece abrirnos a una experiencia universal: todos los hombres, por ser tales, están expuestos a él. Nuevamente podemos ir más allá y sostener que lo que hace hombre a un hombre es su manera específica de afrontar el dolor. Este doble carácter, singular y universal, dificulta la tarea de quienes pretenden escribir sobre el tema. El riesgo que se corre también es doble: o producir un texto que, perdiéndose en lo meramente testimonial, conmueva al lector pero le impida, a su vez, esclarecer sus propias dolencias; o abordarlo desde una perspectiva universal -por ejemplo, científica- que no consiga siquiera una mínima identificación por parte del lector con lo que allí se expone.



En El enigma del sufrimiento, Santiago Kovadloff da una acabada muestra de cómo sortear ambos peligros. Porque el dolor no es presentado como algo abstracto, sino como una vivencia medular de individuos singulares que lo dotan de particularidades propias. Pero, al mismo tiempo, su universalidad se percibe en el hecho de que dichos personajes abarcan la historia completa de la humanidad: desde Caín -a quien Kovadloff considera el primer hombre, en tanto hijo de hombres- hasta el último representante de la humanidad, aquel que asistirá al fin del planeta Tierra.



¿Por qué el hombre teme el dolor? Para Kovadloff la respuesta a esta pregunta no concierne, o al menos no completamente, a la sensación del dolor en sí misma. Lo terrible de la experiencia dolorosa se encuentra menos en el terreno de la física que en el de la metafísica o la ontología. Antes que contra el cuerpo, el dolor atenta contra la ilusión de plenitud, de control y de dominio que cada cual cree tener sobre su propia vida. Su presencia nos obliga a considerarnos como seres vulnerables, expuestos a las acciones de los otros. Nos remite a la alteridad (la representada por Dios, por los otros hombres o por la Naturaleza). Ante esta situación caben dos alternativas. La primera consiste en empecinarse en negar al Otro que, como un intruso, se inserta en nuestra vida. Es lo que hace Caín al matar a Abel y al mentirle a Dios; es lo que intentan llevar a cabo los constructores de la Torre de Babel que desafían la supremacía divina; es también lo que ha movido al hombre moderno a destruir la Naturaleza o a negar la vejez. Pero eliminar al otro -o intentar hacerlo- no atenúa el dolor. Al contrario, condena a ser víctima de su poder disolvente, destructor. La segunda alternativa consiste en aceptar la finitud, la precariedad, la fragilidad, la alteridad abriendo paso al sufrimiento. Quien logra transformar el dolor en sufrimiento "vence" al dolor de un modo cabalmente humano. Al hacerlo, aquello que provocaba dolor encuentra la posibilidad de convertirse en energía creativa, constructiva, portadora, incluso, de una cierta alegría.



Todos, en la medida en que somos humanos, hemos vivido algún dolor. La gran apuesta de Kovadloff consiste en persuadirnos de que ello no implica algo necesariamente nocivo. La experiencia doliente puede convertirse en una poderosa herramienta para proyectar un futuro activo. La salida al dolor, su resolución, es la aceptación del sufrimiento. Ese es el sendero que, tal como se muestra detalladamente en el texto, han transitado en cada caso de un modo peculiar Job, Abelardo y Eloísa, Descartes, Montaigne, las Madres de Plaza de Mayo.


Quizá el punto de mayor intensidad del texto se alcance en el capítulo dedicado a la vejez. A diferencia de lo que sucede en los capítulos anteriores, allí es el autor quien desde su propia voz interviene para develar su relación con la vejez y la muerte. Plantea, entonces, que la ciencia y la tecnología se encargan en la actualidad de administrarlas de un modo pulcro y eficiente, pero no ayudan al hombre a asumirlas ni a darles sentido. La propuesta de Kovadloff es resignificar el pasado desde el presente, "proceder de tal modo que el tiempo deje de ser aquello que únicamente acumulamos en nosotros (materia inerte) y pase a reconfigurarse como energía (materia dinámica) de que disponemos para proseguir en la vejez la construcción de nosotros como lo que en ella somos: ancianos". De lo que se trata es de interpretar la vejez no desde la perspectiva del dolor por lo ya sido, sino desde la del sufrimiento que implica el diario querer "seguir siendo". Se torna necesario, entonces, entender la vejez como una experiencia intensa y no extensa del tiempo.



Quien ha leído a Kovadloff o ha asistido a alguno de sus cursos o conferencias sabe de su exquisito manejo del lenguaje. Es imposible no advertir en cada página que su prosa es la de quien es también poeta y traductor. Cada palabra habita en su propio lugar, cada frase tiene la musicalidad que le corresponde. Eso permite que aun tratándose, como en este caso, de un tema arduo y sensible, el placer de la lectura se encuentre asegurado.


La Nación

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