En el Manifiesto del Surrealismo, André Breton pide que, al morir, lo conduzcan al cementerio en un camión de mudanzas.
Lo que Breton quería decir es que, a su manera, él era un creyente encantado con la idea de la inmortalidad y sus variadas e imaginativas reincidencias. La provocación no le alcanzó a Breton para admitir el carácter inapelable de la muerte.
Pero la muerte es tribunal supremo que carece de casación y que jamás reconoce error alguno. Y quien crea que volverá detrás de alguna materia viva -emboscado en un cisne, por ejemplo- tiene el derecho de consolarse a solas. A lo que no tiene derecho es a convertir esa ilusión en un poder administrado por el nuncio apostólico. O sea que si te persignas y acatas, vuelves como líder; pero si haces preguntas que sólo pueden responderse “desde la fe del dogma”, entonces sí que te largas definitivamente.
Estoy escribiendo sobre la muerte no porque haya leído al cura Romaña –que es como un cementerio del progreso y un osario de la actualidad y que ayer dijo que el Sha de Irán fue derrocado por “los cassettes” que Jomeini enviaba a Teherán desde París-, ni porque acabo de cumplir años, ni porque sea un tema amable, sino porque me acaban de avisar que se ha muerto, de edad y hastío, Doris Gibson.
Yo, que tanto le debo a “Caretas” y que tantas veces vi a Doris, pienso que esta legendaria mujer por fin descansa y siento un piadoso alivio porque la cruel vejez ya no le hará recordar, cada mañana, de cuántos huesos se compone el dolor, de qué color es una mente en blanco y qué vísceras va pidiendo la muerte como anticipo de legítima.
Morir a los 98 años, lejos de todo y de uno mismo, es ganarle al pulso a la vejez, que es la abogada mafiosa de la muerte. Matar a la vejez que no quería largarse es un triunfo. Y Doris, por fin, ha vuelto a triunfar.
Solicito, modestamente, que la huachafería peruana no se ensañe ahora con ella.
Que los que han hecho del periodismo una yapa que acompaña a la publicidad no salgan a decir sus discursos funerarios.
Y que los hacedores profesionales de perfiles póstumos no nos cuenten el cuento de su proximidad con Doris.
Doris odiaba muy pocas cosas porque su talante era el de entender a todos. Pero lo que sí despreciaba era la impostura, que es la fórmula más socorrida de la huachafería. La impostura del grafómano que pasa por novelista, la del ignorante que se las quiere dar de enciclopédico, la de la señora que fuera de cascos ligerísimos y que ahora presume de casi beata.
Dicen que uno puede amar u odiar y que en esa disyuntiva poderosa nos movemos siempre. Lo curioso es que yo no he conocido a nadie que sólo ame ininterrumpidamente, a nadie que no haya pasado por las gradaciones ultravioletas y las feroces vacaciones propias de una relación. Y, más bien, la experiencia me ha demostrado que el amor sin intermedios de profundo rechazo ya no es amor sino campo de golf, tic, aburrimiento, cordura y cubitos maggi.
Pues bien, yo amé y odié a Doris. La amaba cuando era esa voluntad a prueba de clausuras y dificultades. La odié –muy pocas veces, es cierto- cuando se transformaba en esa tormenta tropical de vocación filicida.
Pero Doris era mucho más que estas palabras torpes que me saca el dolor. Fue la primera gran feminista del siglo XX, la empresaria que dio a luz a “Caretas”, la heroína publicitaria que le vendía avisos a la rancia derecha que su revista ridiculizaba, la belleza que volvió locos a los bohemios del Zela y el Negro Negro, la socia peregrina de Francisco Igartua, la modelo consuetudinaria de Sérvulo Gutiérrez, la madre del mejor periodista peruano y la inteligencia intuitiva más devastadora que yo haya conocido y tenido que vadear.
Si este fuera un país serio, Doris Gibson hubiese sido nuestra Katherine Graham. Y “Caretas” se hubiese convertido –con Enrique Zileri, claro- en el diario inteligente, agudo y a veces mordaz que sólo tuvimos (por breve tiempo) con la difunta Prensa de Pedro Beltrán. El diario que hasta ahora el Perú no se ha permitido.
César Hildebrandt
La Primera, Lima
Lo que Breton quería decir es que, a su manera, él era un creyente encantado con la idea de la inmortalidad y sus variadas e imaginativas reincidencias. La provocación no le alcanzó a Breton para admitir el carácter inapelable de la muerte.
Pero la muerte es tribunal supremo que carece de casación y que jamás reconoce error alguno. Y quien crea que volverá detrás de alguna materia viva -emboscado en un cisne, por ejemplo- tiene el derecho de consolarse a solas. A lo que no tiene derecho es a convertir esa ilusión en un poder administrado por el nuncio apostólico. O sea que si te persignas y acatas, vuelves como líder; pero si haces preguntas que sólo pueden responderse “desde la fe del dogma”, entonces sí que te largas definitivamente.
Estoy escribiendo sobre la muerte no porque haya leído al cura Romaña –que es como un cementerio del progreso y un osario de la actualidad y que ayer dijo que el Sha de Irán fue derrocado por “los cassettes” que Jomeini enviaba a Teherán desde París-, ni porque acabo de cumplir años, ni porque sea un tema amable, sino porque me acaban de avisar que se ha muerto, de edad y hastío, Doris Gibson.
Yo, que tanto le debo a “Caretas” y que tantas veces vi a Doris, pienso que esta legendaria mujer por fin descansa y siento un piadoso alivio porque la cruel vejez ya no le hará recordar, cada mañana, de cuántos huesos se compone el dolor, de qué color es una mente en blanco y qué vísceras va pidiendo la muerte como anticipo de legítima.
Morir a los 98 años, lejos de todo y de uno mismo, es ganarle al pulso a la vejez, que es la abogada mafiosa de la muerte. Matar a la vejez que no quería largarse es un triunfo. Y Doris, por fin, ha vuelto a triunfar.
Solicito, modestamente, que la huachafería peruana no se ensañe ahora con ella.
Que los que han hecho del periodismo una yapa que acompaña a la publicidad no salgan a decir sus discursos funerarios.
Y que los hacedores profesionales de perfiles póstumos no nos cuenten el cuento de su proximidad con Doris.
Doris odiaba muy pocas cosas porque su talante era el de entender a todos. Pero lo que sí despreciaba era la impostura, que es la fórmula más socorrida de la huachafería. La impostura del grafómano que pasa por novelista, la del ignorante que se las quiere dar de enciclopédico, la de la señora que fuera de cascos ligerísimos y que ahora presume de casi beata.
Dicen que uno puede amar u odiar y que en esa disyuntiva poderosa nos movemos siempre. Lo curioso es que yo no he conocido a nadie que sólo ame ininterrumpidamente, a nadie que no haya pasado por las gradaciones ultravioletas y las feroces vacaciones propias de una relación. Y, más bien, la experiencia me ha demostrado que el amor sin intermedios de profundo rechazo ya no es amor sino campo de golf, tic, aburrimiento, cordura y cubitos maggi.
Pues bien, yo amé y odié a Doris. La amaba cuando era esa voluntad a prueba de clausuras y dificultades. La odié –muy pocas veces, es cierto- cuando se transformaba en esa tormenta tropical de vocación filicida.
Pero Doris era mucho más que estas palabras torpes que me saca el dolor. Fue la primera gran feminista del siglo XX, la empresaria que dio a luz a “Caretas”, la heroína publicitaria que le vendía avisos a la rancia derecha que su revista ridiculizaba, la belleza que volvió locos a los bohemios del Zela y el Negro Negro, la socia peregrina de Francisco Igartua, la modelo consuetudinaria de Sérvulo Gutiérrez, la madre del mejor periodista peruano y la inteligencia intuitiva más devastadora que yo haya conocido y tenido que vadear.
Si este fuera un país serio, Doris Gibson hubiese sido nuestra Katherine Graham. Y “Caretas” se hubiese convertido –con Enrique Zileri, claro- en el diario inteligente, agudo y a veces mordaz que sólo tuvimos (por breve tiempo) con la difunta Prensa de Pedro Beltrán. El diario que hasta ahora el Perú no se ha permitido.
César Hildebrandt
La Primera, Lima
Comments