SANTIAGO — Chile, como muchos otros países, ha estado debatiendo sobre si dar la bienvenida a los migrantes —sobre todo de Haití, Colombia, Perú y Venezuela— o mantenerlos fuera. Aunque solo medio millón de inmigrantes viven en este país de 17,7 millones de habitantes, los políticos de derecha han atizado un sentimiento antiinmigrante, se han opuesto a las tasas crecientes de inmigración de la década pasada y han derramado hiel especialmente en contra de los haitianos.
La inmigración fue un tema principal en las elecciones de este país durante noviembre y diciembre. El ganador fue Sebastián Piñera, un millonario de centro-derecha de 68 años que ya había sido presidente de 2010 a 2014 y que volverá al poder en marzo. Piñera acusó a los inmigrantes de delincuencia, narcotráfico y crimen organizado. Se benefició del apoyo de José Antonio Kast, un político de extrema derecha que ha estado haciendo campaña para construir barreras físicas a lo largo de las fronteras con Perú y Bolivia para detener a los desposeídos que quieren llegar a nuestra tierra.
Los chilenos no somos los únicos testigos de la xenofobia y nativismo crecientes, pero haríamos bien en recordar nuestra propia historia, que ofrece un modelo de cómo actuar frente a extranjeros que buscan refugio.
El 4 de agosto de 1939, el Winnipeg zarpó hacia Chile desde el puerto francés de Pauillac con más de dos mil refugiados que habían huido de su natal España.
Unos cuantos meses antes, el general Francisco Franco —con la ayuda de Mussolini y Hitler— había vencido a las fuerzas del gobierno democráticamente electo de España, desatando una ola de violencia y asesinatos.
Entre los cientos de miles de simpatizantes desesperados de la República española que habían cruzado los Pirineos para escapar de la masacre fascista estaban los hombres, mujeres y niños que habrían de abordar el Winnipeg y arribar un mes después al puerto chileno de Valparaíso.
El responsable de su milagrosa escapatoria fue Pablo Neruda que, a la edad de 34 años, ya era considerado el poeta insigne de Chile. En 1939, su prestigio ya era lo suficientemente importante como para convencer al presidente chileno, Pedro Aguirre Cerda, de que era imperativo que su pequeño país ofreciera asilo a algunos de los maltratados patriotas españoles que se pudrían en campos de internamiento franceses.
Esto no solo sentaría un ejemplo humanitario, dijo Neruda, sino que también proporcionaría a Chile la experiencia y el talento foráneos que requería para su propio desarrollo. El presidente accedió a autorizar algunas visas, pero el poeta tendría que conseguir los fondos para los costosos pasajes de los exiliados, así como para alimentos y vivienda durante sus primeros seis meses en el país. Y Neruda, una vez en Francia para coordinar el operativo, necesitaría evaluar a los expatriatados para asegurarse de que poseyeran las mejores habilidades técnicas y una moral intachable.
Requirió mucho valor de parte del presidente Aguirre Cerda dar la bienvenida a los refugiados españoles a Chile. El país era pobre, aún sufría los efectos de la depresión económica, con una tasa alta de desempleo y había pasado recientemente por un terremoto devastador en Chillán que cobró la vida de 28.000 personas y dejó a muchas más heridas y sin hogar.
Una incansable campaña nativista de los partidos de derecha y sus medios, que percibían una oportunidad para atacar al gobierno del Frente Popular, describía a los probables solicitantes de asilo como “indeseables”: violadores, criminales y agitadores anticristianos cuya presencia, de acuerdo con un editorial chovinista en el principal periódico conservador de Chile, sería “incompatible con la tranquilidad social y las buenas costumbres”.
Mujeres y niños a bordo del buque Winnipeg, que llegó en septiembre de 1939 al puerto chileno de Valparaíso
Neruda se dio cuenta de que sería más barato alquilar un barco y llenarlo con los refugiados que mandarlos familia por familia a Chile. El Winnipeg estaba disponible, pero como era un buque de carga, tenía que acondicionarse para recibir a unos dos mil pasajeros con literas, salones para comidas, una enfermería, una guardería para los más pequeños y, por supuesto, letrinas.
Mientras voluntarios del Partido Comunista Francés trabajaban día y noche para tener lista la embarcación, Neruda recaudaba donativos de toda América Latina —y de amigos como Pablo Picasso— para financiar esa empresa cada vez más exorbitante. No había mucho tiempo: Europa se preparaba para la guerra y los burócratas tanto de Santiago como de París saboteaban el esfuerzo. Con solo la mitad del efectivo en la mano un mes antes de la fecha en que zarparía el barco, un grupo de cuáqueros estadounidenses de pronto se ofreció a dar el resto de los fondos requeridos.
A Neruda lo impulsaba su amor por España y su compasión por las víctimas del fascismo, incluyendo a uno de sus mejores amigos, el poeta Federico García Lorca, a quien un escuadrón de la muerte fascista había asesinado en 1936.
Como cónsul chileno durante los primeros días de la República española, Neruda había sido testigo del bombardeo de Madrid. La destrucción de esa ciudad que él amaba, y el ataque a la cultura y la libertad, lo marcarían por el resto de su vida y cambiarían drásticamente sus prioridades literarias
Después de la caída de la República, declaró: “Juro defender hasta mi muerte lo que han asesinado en España: el derecho a la felicidad”. No en vano, cuando el buque se alejaba sin él y su esposa —pues no quisieron ocupar un espacio que sería más útil para aquellos cuya vida estaba en peligro—, proclamó que el Winnipeg había sido su “más bello poema”.
Cuando ese “poema” flotante, gigante y magnífico por fin llegó a Valparaíso después de una peligrosa travesía, sus pasajeros —a pesar de las protestas de los nacionalistas de derecha y los simpatizantes de los nazis— recibieron una bienvenida digna de héroes.
Esperando a las legiones de desposeídos sobrevivientes de Franco estaba el representante personal del presidente Aguirre Cerda: su ministro de Salubridad, un joven doctor llamado Salvador Allende. Multitudes entusiastas abarrotaron el muelle y cantaban canciones de la resistencia para saludar a los refugiados, algunos de los cuales ya tenían ofertas de empleo. En cada estación de tren camino a Santiago, se los recibía con comida y flores.
Los refugiados que llegaron en el Winnipeg fueron decisivos para ayudar a moldear un Chile más próspero, abierto y creativo. Entre ellos estaban el historiador Leopoldo Castedo, el diseñador de libros Mauricio Amster, el dramaturgo y ensayista José Ricardo Morales y los pintores Roser Bru y José Balmes, cuya influencia benévola tocaría la vida mía y de mi esposa en décadas venideras.
Casi ochenta años después, esos indeseables nos exigen plantearnos preguntas inquietantes, tanto en Chile como en otras naciones. ¿Dónde están los presidentes que dan la bienvenida a refugiados destituidos con los brazos abiertos a pesar de las calumnias más virulentas en su contra? ¿Dónde están los Neruda de antaño, prestos a lanzar barcos como poemas para defender el derecho a la felicidad, el derecho a la comida y las flores? ¿Y dónde están los múltiples Winnipeg que deberían estar, hoy mismo, surcando los mares del mundo?
Ariel Dorfman es autor del libro de ensayos “Homeland Security Ate My Speech” y las novelas “Allegro” y “Darwin’s Ghosts”.
New York Times
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