Komandir, vía Showtime
“El documental de calidad ha sido un género menor, eclipsado por la fuerza comercial de la ficción”.
A través del espejo de las series y el cine he entrado miles de veces en el Despacho Oval, en la Casa Blanca y en la geografía del poder de Washington. Pero solo una vez he tenido acceso al interior del Kremlin. La llave me la dio Oliver Stone a finales del año pasado en su miniserie documental de cuatro capítulos llamada Entrevistas a Putin. Durante esas cuatro horas te sientes no solo en el corazón del poder ruso, sino en el interior de una alma desconocida y gélida, fascinante.
A través del espejo de las series y el cine he entrado miles de veces en el Despacho Oval, en la Casa Blanca y en la geografía del poder de Washington. Pero solo una vez he tenido acceso al interior del Kremlin. La llave me la dio Oliver Stone a finales del año pasado en su miniserie documental de cuatro capítulos llamada Entrevistas a Putin. Durante esas cuatro horas te sientes no solo en el corazón del poder ruso, sino en el interior de una alma desconocida y gélida, fascinante.
Cuando Trump gana las elecciones, Stone le pregunta: “Es su cuarto presidente de Estados Unidos, ¿qué cambia?”. Y Putin le responde: “Pues casi nada”. Tras una de sus pocas carcajadas, el director insiste: “¿Hay esperanza con Trump?”. Y el presidente contesta: “Siempre hay esperanza, hasta que al final nos lleven al cementerio”. “Eso es muy ruso, muy Dostoievski”, comenta riendo el director de Asesinos por naturaleza y de Nixon. Y ambos se ríen.
Esos momentos de distensión y complicidad (ven juntos Dr. Strangelove de Stanley Kubrick) no le quitan al ejercicio ni un gramo de buen periodismo. Tras ganarse su confianza y su respeto, Stone repasa con su interlocutor todos los momentos más polémicos de su “reinado”, sobre todo los vinculados con Ucrania y con las elecciones en Estados Unidos. La diferencia respecto a lo que estamos acostumbrados a ver y a leer se evidencia cuando también le pregunta por la injerencia de EE. UU. en las elecciones rusas. Una injerencia demostrable y mucho más prolongada.
No solo es una buena serie o una buena película en cuatro partes. Además es la continuación lógica de sus dos obras sobre Fidel Castro (Comandante y Buscando a Fidel), también basadas en entrevistas, y de Snowden, su filme biográfico.
Porque Stone, quien ha dedicado casi medio siglo de trayectoria profesional a cuestionar a su propio país desde adentro (su primer corto fue Last Year in Vietnam, de 1971, un retrato del estrés postraumático), se ha centrado los últimos quince años en dar voz a los enemigos de su patria, con la voluntad de arrojar luz —y conocimiento— sobre las sombras del país cuyo presupuesto militar es superior al de todos los demás países del mundo juntos.
Foto del pool por Kevork Djansezian
Por todos esos elementos Entrevistas a Putin destaca en la producción reciente de series documentales de alta calidad. Una producción dominada por los crímenes reales que insiste en las lagunas del sistema judicial estadounidense. En efecto, las obras más celebradas son reconstrucciones de casos reales, con una parte de investigación, otra judicial y una tercera casi siempre carcelaria, con la entrevista como técnica narrativa principal, completada con imágenes de archivo y con dramatizaciones (es decir, ficción).
Making a Murderer y The Jinx tal vez fueron las dos primeras series de un canon incipiente. Pero si ambas consiguieron hacer ruido, generar indignación, ser comentadas y cuestionadas, las que las siguieron no han logrado amplificar el fenómeno.
The Keepers y The Confession Tapes, dos sólidas apuestas de Netflix, y Time: The Kalief Browder Story, emitida por Spike y BET, no aparecieron —para mi sorpresa— en las listas de las mejores series de 2017. O quizá no debería sorprenderme porque yo tampoco las puse en la mía. Ni Entrevistas a Putin.
De modo que la pregunta que da título a este artículo, como todas las preguntas que merecen la pena, empiezo haciéndomela a mí mismo. Y la respuesta tal vez la encuentre en la historia de la televisión, que es donde está habitualmente. Lo que se conoce como la tercera edad de oro probablemente comenzó en 1999 con el estreno de Los Soprano y de El ala oeste de la Casa Blanca, sí; pero también con la explosión, en paralelo, de Gran Hermano.
Mientras que lentamente se iban multiplicando las series de calidad, a una velocidad brutal se fueron expandiendo los programas de telerrealidad. Mucho antes de que existieran canales consagrados a la ficción en serie, ya se habían impuesto los que nos contaban pormenorizadamente la vida de los concursantes de la casa de Gran Hermano o de las hermanas Kardashian.
De modo que la televisión del siglo XXI se ha configurado en dos dimensiones paralelas y complementarias: la sofisticada de las series de calidad y la popular de la santa trinidad de los shows (talk, reality y talent). A imagen de lo que ha ocurrido tradicionalmente en el cine, el documental de calidad ha sido un género menor, eclipsado por la fuerza comercial de la ficción. Pero la pantalla fue literalmente invadida por la no ficción de baja calidad (su máxima expresión es YouTube).
Para añadir complejidad al fenómeno, se han multiplicado las metaseries o series parásitas, que comentan los capítulos de las series más populares o dan testimonio de su rodaje o de sus fuentes históricas (de Juego de tronos a Vikings). Como si un género estuviera subordinado al otro. Como si la documentación no pudiera ser un fin en sí mismo, porque consiste sobre todo en una fase de preparación de la gran historia dramática.
Y es parcialmente cierto: la serie The People v. O. J. Simpson: American Crime Story tal vez haya sido vista por más personas que el documental en cinco partes O. J. Made in America. Pero ambas obras han sido multipremiadas. Se complementan. En un ecosistema mediático cada vez más saturado, con audiencias para todos los gustos, es de esperar que este tipo de alianzas raras se den cada vez más.
Prashant Gupta/FX
Mientras tanto, en un panorama radiofónico y de podcast de no ficción muy consolidado, con propuestas tan rotundas como la de Serial en inglés o la de Radio Ambulante en castellano, las audioseries de ficción han empezado a luchar por su propio espacio tanto en esas dos lenguascomo en muchas otras.
Nos encontramos en plena serialización del mundo. El excelente documental alemán La promesa ahora se encuentra troceado en las plataformas, como si fuera una miniserie de tres capítulos. El nuevo proyecto del director de cine Errol Morris es, por supuesto, una serie (la excelente Wormwood).
Después de haber escrito varias novelas, como la celebrada La casa de hojas, Mark Z. Danielewski ya ha publicado los cinco primeros volúmenes de los veintisiete de The Familiar, la falsa adaptación literaria de una serie de televisión. Y en Twitter se han impuesto los hilos, que son series de tuits.
En el centro de la fragmentación secuencial de los discursos culturales tiene lugar una paradoja. En la guerra por la atención, la serie persigue alargar el tiempo que el espectador dedica a un relato, pero mediante su consumo en píldoras.
Las píldoras azules son las de la ficción, las rojas son las de la realidad. Como vivimos instalados en la mátrix de la telerrealidad multicanal, optamos por las pastillas azules para creer que escapamos. Pero nuestra dieta es química y roja. Y las tendencias son las excepciones que confirman esa regla.
New York Times
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