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El arte de envejecer

Aunque es cierto que los calendarios y los relojes sólo son unos instrumentos convencionales que, apoyados en los movimientos cíclicos de nuestro planeta, nos marcan los pasos en los que dividimos el correr continuo de la biografía humana, pienso que podríamos aprovechar estos cambios de fechas para reflexionar sobre nuestra personal manera de afrontar nuestro peculiar fluir vital y, de una manera más concreta, para examinar la forma con la que vamos alargando y alimentado nuestra existencia humana.

Estoy convencido de que sería útil que, de vez en cuando, invirtiéramos algún tiempo en preparar la vejez, esa etapa de la vida que, por lo visto, cada vez es más larga y que, incluso, puede ser la más grata y la más fecunda.


El arte de envejecer tiene mucho que ver con la habilidad de crecer y, por lo tanto, con la destreza de cambiar. Esta afirmación teórica tan obvia a primera vista suele ser, sin embargo, escasamente tenida en cuenta en nuestra práctica cotidiana. Con frecuencia repetimos como un elogio que conservarse bien es mantener la juventud y, a veces, la niñez, de una manera indefinida: «Por ti no pasan los años» o «estás igual que cuando estudiábamos en la Facultad» son unas frases que repetimos con tonos y con intenciones elogiosos.

Nosotros pensamos que sabe envejecer quien, en vez de permanecer inmóvil en la endeblez y en la inconsciencia de la infancia, en las ilusiones y en el empuje de la juventud, y en la estabilidad y en la firmeza de la madurez, sigue caminando, aunque tenga que alterar el ritmo y la dirección de sus pasos.

De la misma manera que nos resultan cómicas las imágenes de los ancianos ataviados con los vestidos que El Corte Inglés propone para la vuelta al cole de los niños de diez años, también nos provoca cierta risa benévola aquellos que emplean palabras impropias de su edad o los que adoptan actitudes juveniles cuando ya han atravesado el ecuador de sus vidas.

Pero hemos de reconocer que resulta aún más divertido y, al mismo tiempo, más triste, observar a quienes, presumiendo de que no siguen los dictados de las cambiantes modas, se aferran a los modos de sus ya lejanas adolescencias. Son unos comportamientos contraproducentes porque, en realidad, lo que consiguen es autoparodiarse. Convencidos de que «todo tiempo pasado fue mejor» han parado el reloj sin advertir que el tiempo seguía discurriendo de manera inexorable.

En mi opinión, esta actitud inmovilista puede ser un síntoma elocuente, más que de vejez, de un deterioro patológico mental y, quizás, el anuncio de una muerte social más o menos próxima. Pero lo peor es cuando ese parón se produce en una edad en la que biológicamente somos aún jóvenes.

Desconectar del espacio circundante o alejarse del tiempo actual es renunciar a vivir la propia vida.

La marcha imparable de la edad, el cercano aliento de la enfermedad o la proximidad siempre inmediata de la muerte nos debería inducir, a mi juicio, a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante, con la escucha relajada de una melodía o con una distendida conversación.

El paso imparable del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad puede ser el logro de un ansia suprema y el disfrute de un placer intenso.

Felicidades, queridos lectores: os respeto, os quiero y os estoy agradecido.


JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO

Fuente: La Voz Digital

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