Restos de la supernova del año 1006 / NASA
Un estudio liderado por astrofísicos españoles demuestra que la supernova del año 1006, las más luminosa que se conoce, se originó por la explosión de dos enanas blancas.
El primero de mayo de 1006, cuando Europa estaba sumida en las tinieblas del medievo, una brillante luz se encendió en el cielo nocturno. Brillaba dos veces más que Venus y sus rayos centelleantes permitían leer manuscritos en plena noche. El extraño fenómeno fue descrito por estudiosos de medio mundo, desde Arabia a China pasando por los monjes de la Abadía de San Galo, en Suiza. Aquella llamarada inexplicable era una supernova, es decir, la explosión de una estrella tan lejana que sólo tocó la Tierra con luz y no con su potencial destructivo millones de veces superior a la peor bomba atómica. Más de un milenio después, otros observadores el cosmos han sido capaces de determinar la causa de aquella explosión estelar de 1006, que sigue siendo la más brillante que se ha registrado nunca.
En un estudio que publica Nature, un equipo de astrofísicos españoles señalan que aquella explosión la causaron probablemente dos enanas blancas. Estas estrellas son vejestorios estelares mucho más pequeños que el Sol y cuyo tamaño se ha reducido comparado con sus días de plenitud. Las enanas blancas funcionan como bombas programadas si tienen otra estrella compañera lo suficientemente cerca. Hasta ahora se conocían dos tipos de explosiones de este tipo, una lenta y otra fulminante. En el primer supuesto, una estrella más grande aporta parte de su masa a la enana hasta que esta estalla cuando alcanza el llamado límite de Chandrasekhar, exactamente 1,44 veces la masa del Sol. La segunda sucede cuando una enana blanca supera ese límite y se lleva por delante a su compañera, otra enana blanca. En este segundo caso, la región en la que sucedió la supernova debería quedar vacía.
Colisión y fusión
“Hemos realizado una exploración exhaustiva en torno al lugar donde se produjo la explosión de la supernova de 1006 y no hemos encontrado nada, lo que invita a pensar que este evento se produjo probablemente por una colisión y fusión de dos estrellas enanas blancas de masa similar”, explica en una nota de prensa Jonay González, investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias y coautor del trabajo.
El equipo ha usado uno de los cuatro telescopios que componen el Telescopio Muy Grande del Observatorio Austral Europeo, en Chile, para rastrear la región de la que vino la supernova. La región está a más de 7.000 años luz, es decir, que la explosión sucedió más de 7.000 años antes de que la supernova llegase a la Tierra. En otras palabras, la luz de la estrella era su propia esquela.
Los investigadores buscaron estrellas gigantes, subgigantes y enanas en la región de la supernova medieval. Sólo cuatro astros gigantes podrían encajar, lo que apuntaría a un estallido lento entre una estrella grande y una enana. Pero ninguna de las cuatro era matemáticamente compatible con un evento así, según los modelos usados. “La apariencia de una posible estrella compañera, incluso mil años después de recibir el violento impacto de una explosión de este tipo, no sería el de una estrella gigante normal”, detalla González.
El equipo ya había analizado otra supernova histórica como la de 1572, apodada como supernova de Tycho porque fue observada por el astrónomo danés Tycho Brahe. En aquel caso la enana que explotó tenía una compañera subgigante que sobrevivió. “En este nuevo estudio, nuestra intención era buscar a la compañera de la supernova de 1006, pero, para nuestra sorpresa, no la encontramos”, explica Pilar Ruiz-Lapuente, astrónoma del CSIC y coautora del trabajo.
“El polvo nos ha ocultado 17 supernovas en mil años”
Ver una supernova es un privilegio. Sólo un puñado de explosiones han sido visibles así en toda la historia. Hasta el 80% de estas explosiones pasan inadvertidas a los ojos humanos y también a los telescopios que sólo son capaces de registrar luz en el espectro óptico, según un estudio internacionalen el que ha participado Miguel Ángel Pérez Torres, del Instituto de Astrofísica de Andalucía y que se ha publicado en The Astrophysical Journal. El polvo estelar oculta la luz visible de las supernovas, en especial “en las llamadas galaxias luminosas en el infrarrojo, que son verdaderas fábricas de supernovas”, explica el investigador.
Para ver estas explosiones se usan telescopios de rayos infrarrojos. En la Vía Láctea, la tasa aproximada de supernovas “es de aproximadamente una cada cincuenta años”, detalla Pérez-Torres. “Desde 1006 han pasado aproximadamente mil años, así que habrán explotado unas 20 supernovas. Sin embargo, sólo hemos visto tres. Esto no quiere decir que las otras 17 nunca explotaron, sino que el polvo interestelar evitó que las viéramos”, concluye.
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