Fue una masacre silenciosa, seguramente la peor sufrida por el pueblo palestino. Hace treinta años, en el Líbano, entre 700 y 3.500 civiles, hombres, mujeres, niños y ancianos, fueron asesinados en los campos de refugiados de Sabra y Chatila.
Fueron tres días, del 16 al 18 de septiembre de 1982, en los que las falanges cristianas libanesas mataron con la aquiescencia de Israel, que había invadido en junio el país y que había expulsado a la OLP de Beirut el uno de septiembre.
Tras semanas de bombardeos, el 11 de septiembre, el artífice de la invasión y ministro de Defensa israelí, Ariel Sharon, aseguraba que había todavía 2.000 terroristas en los campos de refugiados.
El 14 de septiembre explota una bomba en la sede del partido falangista acabando con la vida de Bashir Gemayel, cuya elección como presidente había dado esperanzas del fin de una guerra civil que se prolongaba desde 1975.
El magnicidio de Gemayel, cristiano maronita, brindó el pretexto perfecto para una caza de terroristas encubierta como venganza de las falanges libanesas.
El Ejército hebreo, que controlaba el perímetro del campo, apoyó logísticamente a las falanges, les franqueó el paso al interior e incluso les alumbró durante la noche para ayudarles.
Muchos de los asesinatos fueron cometidos con armas blancas, en silencio, para no alertar más allá del campo.
Tres días tardó la comunidad internacional en dar la voz de alarma.
Para los supervivientes de la matanza de Sabra y Chatila, el 17 de septiembre es una jornada de duelo y recuerdo. Llegan de todas partes del mundo para recordar a las víctimas ante sus tumbas. Israel reconoció la responsabilidad indirecta de Ariel Sharon en la matanza, que treinta años después sigue impune.
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