Para comprender en profundidad la sexualidad humana, tenemos que entender que ella no existe aislada, sino que representa un momento de un proceso mayor: el biogénico.
La nueva cosmología nos habituó a considerar cada realidad singular dentro del todo que viene siendo urdido desde hace 13.700 millones de años y de la vida hace 3.800 millones de años. Las realidades singulares (elementos físico-químicos, microorganismos, rocas, plantas, animales y seres humanos) no se yuxtaponen, se entrelazan en redes interconectadas constituyendo una totalidad sistémica, compleja y diversa.
Así, la sexualidad emergió hace mil millones de años como un momento avanzado de la vida. Después que Crick y Dawson descifraran el código genético en los años 50 del siglo pasado, hoy sabemos sin lugar a dudas que existe la unidad de la cadena de la vida: bacterias, hongos, plantas, animales y humanos somos todos hermanos y hermanas porque descendemos de una única forma originaria de vida. Tenemos, por ejemplo, 2.758 genes iguales a los de la mosca y 2.031 idénticos a los del gusano.
Este dato se explica porque todos, sin excepción, somos construidos a partir de 20 proteínas básicas combinadas con cuatro ácidos nucleicos (adenina, timina, citosina y guanina). Todos descendemos de un antepasado común, a partir del cual se origina la ramificación progresiva del árbol de la vida. Cada célula de nuestro cuerpo, incluso la más epidérmica, contiene la información básica de toda la vida que conocemos. Hay, pues, una memoria biológica inscrita en el código genético de todo organismo vivo.
Así como existe la memoria genética, existe también la memoria sexual que se hace presente en nuestra sexualidad humana. Consideremos algunos pasos de ese complejo proceso. El antepasado común de todos los seres vivos fue, muy probablemente una bacteria, técnicamente llamada procarionte, un organismo unicelular, sin núcleo y con una organización interna rudimentaria. Al multiplicarse rápidamente por división celular (denominada mitosis: una célula-madre se divide en dos células-hijas idénticas) surgieron colonias de bacterias. Reinaron, ellas solas, durante casi dos mil millones de años. Teóricamente la reproducción por mitosis confiere inmortalidad a las células, pues sus descendientes son idénticos, sin mutaciones genéticas.
Hace unos dos mil millones de años ocurrió un fenómeno muy importante para la evolución posterior, solamente superado por la aparición de la propia vida: la irrupción de una célula con membrana y dos núcleos. Dentro de ellos se encuentran los cromosomas (material genético) en los cuales el DNA se combina con proteínas especiales. Técnicamente es conocida como eucarionte o también célula diploide, es decir, célula con doble núcleo.
La importancia de esta célula binucleada reside en que en ella se encuentra el origen del sexo. En su forma más primitiva, el sexo significaba el intercambio de núcleos enteros entre células binucleadas, llegando a fundirse en un único núcleo diploide, que contenía todos los cromosomas en pares. Hasta aquí las células se multiplicaban solas por mitosis (división) perpetuando el mismo genoma. La forma eucariota de sexo, que se da por el encuentro de dos células diferentes, permite un intercambio fantástico de informaciones contenidas en los respectivos núcleos. Eso origina una enorme biodiversidad.
Surge, pues, un nuevo ser vivo, la célula que se reproduce sexualmente a partir del encuentro con otra célula. Tal hecho apunta ya hacia el sentido profundo de toda sexualidad: el intercambio que enriquece y la fusión que crea paradójicamente la diversidad. Ese proceso envuelve imperfecciones, inexistentes en la mitosis, pero favorece mutaciones, adaptaciones y nuevas formas de vida.
La sexualidad revela la presencia de la simbiosis (composición de diferentes elementos) que, junto con la selección natural, representa la fuerza más importante de la evolución.
Tal hecho está cargado de consecuencias filosóficas. La vida está tejida de cooperación, de intercambios, de simbiosis, mucho más que de lucha competitiva por la supervivencia. La evolución ha llegado hasta la fase actual gracias a esa lógica cooperativa entre todos.
Dejando a un lado muchos otros datos y yendo directamente a la sexualidad humana, debemos reconocer que tiene su base en un millón de años de sexogénesis. Pero posee algo singular: el instinto se transforma en libertad, la sexualidad eclosiona en el amor. La sexualidad humana no está sujeta al ritmo biológico de la reproducción. El ser humano se encuentra siempre disponible para la relación sexual, porque esta no se ordena solamente a la reproducción de la especie sino también y principalmente a la manifestación del afecto entre la pareja. El amor reorienta la lógica natural de la sexualidad como instinto de reproducción; el amor hace que la sexualidad se descentre de sí para concentrarse en el otro. El amor hace a los dos preciosos al uno para el otro, únicos en el universo, fuente de admiración, de enamoramiento y de pasión. A causa de este aura el amor se revela como el ámbito de la suprema realización y felicidad humana o, en su fracaso, de la infelicidad y de la guerra de los sexos.
El ser humano necesita aprender a combinar instinto y amor. Siente en sí la necesidad de amar y de ser amado. No por imposición, sino por libertad y espontaneidad. Sin esa libertad de quien da y de quien recibe, no existe amor. La libertad y la capacidad de amorización construyen las formas de amor que humanizan al ser humano y le abren perspectivas espirituales, sobrepasando en mucho las demandas del instinto.
Leonardo Boff
Koinonia
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