Ayer salí de Madrid al medio día y tomé en París el avión de Air France para Los Ángeles. Ocupaba el asiento de pasillo en la fila del medio de la aeronave. Junto a mí viajaba una mujer de unos treinta años, y junto a ella su padre, un hombre ya mayor que dada su apariencia y los cuidados de ella, parecía estar delicado de salud. Era un hombre alto, grande. Debió haber sido muy guapo en su juventud. Aún en la vejez tenía la majestuosidad de un árbol frondoso a punta de ser talado. Su pelo era muy blanco y sus manos largas.
Un vuelo de diez horas es largo y permite observar pequeños detalles. Me conmovió la solicitud de la hija por el padre y la tierna manera con que él se dejaba cuidar, y de vez en cuando le agradecía a la hija su atenta vigilancia, pasándole la mano por el pelo o acariciándole una mejilla mientras la miraba con dulzura.
Pensé mucho en el amor, inmóvil como estaba en la entraña de aquel aparato a más de 32,000 pies de altura. Pensé en cuan importante es el amor de los hijos por los padres, y recordé un bellísimo cuento para niños cuyo nombre se me escapa. El cuento, ilustrado, empieza con la madre cargando a un bebé en brazos sentada en una silla mecedora, recorre la vida del bebé mientras crece, se hace adulto, se casa, hasta que en la última página, es el niño hecho hombre quien termina cargando a la mamá ancianita sobre la misma mecedora.
El ciclo de la vida nos lleva a terminar cuidando de quienes nos cuidaron. Así ha sido y así, a mi juicio, debía seguir siendo, pues los servicios profesionales no logran suplir ese amor filial, familiar, que para los viejos especialmente, representa la diferencia entre la vejez con dignidad y el descarte.
La tendencia moderna en las sociedades desarrolladas hoy en día, tiende cada vez más, desafortunadamente, a esto último. Hace unos meses oí un programa de radio sobre una viejecita en un asilo de ancianos en Inglaterra, que pasó dieciocho años internada sin que nadie jamás llegara a visitarla. En Estados Unidos han inventado robots en forma de perros y gatos que son programados especialmente para hacerles compañía a los ancianos que sufren, con mayor o menor severidad, el abandono de los suyos.
A los viejos en muchos países simplemente se les deposita en casas de retiro, y se les deja allí cual si fueran objetos descartables, especie de electrodomésticos o pianos rotos que ya estorban en la casa y se sacan de la vida de las familias como objetos desechables.
En estos días se asiste en Nicaragua a un drama alrededor de la basura. Es un drama político, ciertamente, pues no puede uno dejar de preguntarse si la motivación no es la de hostilizar al Alcalde Marenco y castigar su independencia de criterios, pero hay otro elemento: la lucha de los pepenadores por lo que es reciclable, lo que puede extraerse de la basura para venderse y sacar de ese ingrato oficio un medio de sustento.
Paradójicamente, la vida humana no es reciclable. Se va perdiendo, y esa pérdida es irreparable, y su punto final es la muerte. Lo más cercano al reciclaje en las vidas humanas es la memoria que queda en los demás sobre lo que fue quien nos deja, los dones que transmitió a otros en el curso de su vida útil: el amor que entregó, los mimos, los cuidos, las lecciones valiosas de la experiencia. Somos lo que somos porque otros nos legaron la mirada que posamos sobre el mundo, y las palabras con que describimos y contamos nuestro paso por éste. Es así que el valor social de los ancianos es un valor ya entregado. Quizás por eso sean pocos quienes luchan por conservarlos cerca, cuando no tienen ya más que dar y se convierten en carga. Y la ironía es que en las sociedades más pobres, la misma pobreza evita ese descarte cruel que se observa en las sociedades más ricas. Se vive con los viejos hasta que consumen sus frágiles existencias, si bien a menudo los viejos transcurren sus últimos días benignamente abandonados al despojo de sus recuerdos.
Mi compañera de viaje me hizo reflexionar sobre la importancia de la ternura para con los ancianos. En estos días en que se discute sobre basura, pensemos en no tratar como basura a aquellos a quienes tanto debemos. Cuidemos a nuestros viejitos.
Por estar en España me perdí el homenaje a Don Josecito Cuadra Vega en sus 94 abriles, un acto de amor de los artistas nacionales convocados por Carlos Mejía Godoy. Un acto tan hermoso y dulce como el que inició mis reflexiones, y me uno desde aquí en felicitar a Josecito, el viejito más joven de Managua.
El Nuevo Diario, Nicaragua
Un vuelo de diez horas es largo y permite observar pequeños detalles. Me conmovió la solicitud de la hija por el padre y la tierna manera con que él se dejaba cuidar, y de vez en cuando le agradecía a la hija su atenta vigilancia, pasándole la mano por el pelo o acariciándole una mejilla mientras la miraba con dulzura.
Pensé mucho en el amor, inmóvil como estaba en la entraña de aquel aparato a más de 32,000 pies de altura. Pensé en cuan importante es el amor de los hijos por los padres, y recordé un bellísimo cuento para niños cuyo nombre se me escapa. El cuento, ilustrado, empieza con la madre cargando a un bebé en brazos sentada en una silla mecedora, recorre la vida del bebé mientras crece, se hace adulto, se casa, hasta que en la última página, es el niño hecho hombre quien termina cargando a la mamá ancianita sobre la misma mecedora.
El ciclo de la vida nos lleva a terminar cuidando de quienes nos cuidaron. Así ha sido y así, a mi juicio, debía seguir siendo, pues los servicios profesionales no logran suplir ese amor filial, familiar, que para los viejos especialmente, representa la diferencia entre la vejez con dignidad y el descarte.
La tendencia moderna en las sociedades desarrolladas hoy en día, tiende cada vez más, desafortunadamente, a esto último. Hace unos meses oí un programa de radio sobre una viejecita en un asilo de ancianos en Inglaterra, que pasó dieciocho años internada sin que nadie jamás llegara a visitarla. En Estados Unidos han inventado robots en forma de perros y gatos que son programados especialmente para hacerles compañía a los ancianos que sufren, con mayor o menor severidad, el abandono de los suyos.
A los viejos en muchos países simplemente se les deposita en casas de retiro, y se les deja allí cual si fueran objetos descartables, especie de electrodomésticos o pianos rotos que ya estorban en la casa y se sacan de la vida de las familias como objetos desechables.
En estos días se asiste en Nicaragua a un drama alrededor de la basura. Es un drama político, ciertamente, pues no puede uno dejar de preguntarse si la motivación no es la de hostilizar al Alcalde Marenco y castigar su independencia de criterios, pero hay otro elemento: la lucha de los pepenadores por lo que es reciclable, lo que puede extraerse de la basura para venderse y sacar de ese ingrato oficio un medio de sustento.
Paradójicamente, la vida humana no es reciclable. Se va perdiendo, y esa pérdida es irreparable, y su punto final es la muerte. Lo más cercano al reciclaje en las vidas humanas es la memoria que queda en los demás sobre lo que fue quien nos deja, los dones que transmitió a otros en el curso de su vida útil: el amor que entregó, los mimos, los cuidos, las lecciones valiosas de la experiencia. Somos lo que somos porque otros nos legaron la mirada que posamos sobre el mundo, y las palabras con que describimos y contamos nuestro paso por éste. Es así que el valor social de los ancianos es un valor ya entregado. Quizás por eso sean pocos quienes luchan por conservarlos cerca, cuando no tienen ya más que dar y se convierten en carga. Y la ironía es que en las sociedades más pobres, la misma pobreza evita ese descarte cruel que se observa en las sociedades más ricas. Se vive con los viejos hasta que consumen sus frágiles existencias, si bien a menudo los viejos transcurren sus últimos días benignamente abandonados al despojo de sus recuerdos.
Mi compañera de viaje me hizo reflexionar sobre la importancia de la ternura para con los ancianos. En estos días en que se discute sobre basura, pensemos en no tratar como basura a aquellos a quienes tanto debemos. Cuidemos a nuestros viejitos.
Por estar en España me perdí el homenaje a Don Josecito Cuadra Vega en sus 94 abriles, un acto de amor de los artistas nacionales convocados por Carlos Mejía Godoy. Un acto tan hermoso y dulce como el que inició mis reflexiones, y me uno desde aquí en felicitar a Josecito, el viejito más joven de Managua.
El Nuevo Diario, Nicaragua
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