¿Podemos aminorar nuestra marcha para acompañar a nuestros mayores y por sobre todas las cosas, valorar lo que han hecho por nosotros? ¿Tenemos una actitud piadosa frente a una realidad que será la nuestra también?
La vejez es un futuro que a muchos asusta. A nadie le gusta sentir que va envejeciendo. Pero si lo pensamos desde otro lugar, llegar a viejo es un privilegio que Dios no da. Es tener más tiempo para disfrutar ésta, nuestra vida en la tierra.
El problema radica en que muchas veces, me arriesgo a decir la mayoría, a la vejez no se la disfruta, se la padece.
En muchos casos, la enfermedad y el deterioro físico, pero por sobre todo mental nos impide, con justa causa, disfrutar de este “tercer tiempo”.
Si nuestra salud física y repito, sobre todo nuestra salud mental nos lo permiten, éste debería ser un tiempo de descanso, de disfrutar de lo que con tanto esfuerzo hemos construido, una familia, un hogar, una tranquilidad económica.
Analicemos un poco qué pasa por el pensamiento de cada uno de nosotros respecto a este tema.
La vejez es un futuro que a muchos asusta. A nadie le gusta sentir que va envejeciendo. Pero si lo pensamos desde otro lugar, llegar a viejo es un privilegio que Dios no da. Es tener más tiempo para disfrutar ésta, nuestra vida en la tierra.
El problema radica en que muchas veces, me arriesgo a decir la mayoría, a la vejez no se la disfruta, se la padece.
En muchos casos, la enfermedad y el deterioro físico, pero por sobre todo mental nos impide, con justa causa, disfrutar de este “tercer tiempo”.
Si nuestra salud física y repito, sobre todo nuestra salud mental nos lo permiten, éste debería ser un tiempo de descanso, de disfrutar de lo que con tanto esfuerzo hemos construido, una familia, un hogar, una tranquilidad económica.
Analicemos un poco qué pasa por el pensamiento de cada uno de nosotros respecto a este tema.
Cuando uno es niño y luego joven, cree que siempre se mantendrá así, joven, firme, lozano, activo. Resulta prácticamente imposible imaginar que algún día nuestra fisonomía y nuestras posibilidades serán otras.
Sin embargo, todos sabemos que el tiempo no espera a nadie y sigue su curso. Con su paso, descubrimos las canas, la pérdida de agilidad, tal vez alguna enfermedad que nunca creímos que tendríamos.
También, cuando se es joven, se lleva el estandarte de la juventud como si fuera un mérito propio, una cualidad, un valor, sin tener en cuenta que sólo es una cuestión de calendario nada más. Nada hay de meritorio en ser joven, no es algo que depende de nosotros y que hemos logrado por nuestros propios medios.
Uno tiende a pensar, tal vez como mecanismo de defensa, que será joven siempre y esa creencia conlleva, en muchos casos, una actitud poco piadosa hacia la ancianidad.
Parecería que el anciano a veces molesta, incomoda. ¿Será porque es un espejo de un futuro que no queremos ver? ¿Será porque no tienen el ritmo veloz de nuestra vida y nos obligan a aminorar nuestra alocada marcha? ¿O simplemente será porque no somos lo suficientemente piadosos? Creo que las tres alternativas son reales, pero la última es la que más peso tiene.
La piedad, la paciencia, el ponerse en lugar del otro, son actitudes que pueden unir el puente entre dos extremos, un puente invisible formado por dos manos unidas, una joven y tersa, la otra arrugadita y tal vez temblorosa.
Hay cosas que el paso del tiempo trae y nada podemos hacer al respecto por más que no nos gusten, ver en el ser que uno ama, el dolor, los olvidos, “los achaques”, pero lo que sí está en nuestras manos, lo que sí podemos hacer es recordar cuántas cosas han hecho por nosotros quienes nos preceden en este camino.
Son ellos quienes nos han enseñado a transitar este presente, a entenderlo, a buscar el camino que nos haga más feliz.
Comparto con Uds. un párrafo de un texto de autor anónimo que ha llegado a mi y resulta un pedido dulce, tal vez un poco doloroso, pero real.
“… Si te repito las mismas historias, aunque ya sepas el final, escúchame,
cuando eras chico, tuve que contarte cientos de veces el mismo cuento para que te durmieras.Cuando me fallen mis piernas, dame tu mano para apoyarme,
como yo lo hice cuando comenzaste a dar tus primeros pasos.
Dame tu cariño, compréndeme y apóyame, como yo lo hice desde el momento en que naciste…”
Por eso creo que sería realmente importante tomar conciencia que, si Dios quiere, nosotros también seremos ancianos y se nos olvidarán las cosas y los nombres y caminaremos con dificultad, entre otras cosas.
Dios nos da un tiempo para todo, para gatear, para correr y también para andar despacito por la vida, qué bueno sería aprender a disfrutar y respetar cada uno de esos tiempos, los propios y los ajenos también.
Aprendamos a mirar a nuestros mayores con los ojos de Dios, con ojos de amor y así –seguramente- a pesar de algún achaque, las arrugas y las canas, valdrá la pena vivir este “tercer tiempo” que nos regala la vida.
Sin embargo, todos sabemos que el tiempo no espera a nadie y sigue su curso. Con su paso, descubrimos las canas, la pérdida de agilidad, tal vez alguna enfermedad que nunca creímos que tendríamos.
También, cuando se es joven, se lleva el estandarte de la juventud como si fuera un mérito propio, una cualidad, un valor, sin tener en cuenta que sólo es una cuestión de calendario nada más. Nada hay de meritorio en ser joven, no es algo que depende de nosotros y que hemos logrado por nuestros propios medios.
Uno tiende a pensar, tal vez como mecanismo de defensa, que será joven siempre y esa creencia conlleva, en muchos casos, una actitud poco piadosa hacia la ancianidad.
Parecería que el anciano a veces molesta, incomoda. ¿Será porque es un espejo de un futuro que no queremos ver? ¿Será porque no tienen el ritmo veloz de nuestra vida y nos obligan a aminorar nuestra alocada marcha? ¿O simplemente será porque no somos lo suficientemente piadosos? Creo que las tres alternativas son reales, pero la última es la que más peso tiene.
La piedad, la paciencia, el ponerse en lugar del otro, son actitudes que pueden unir el puente entre dos extremos, un puente invisible formado por dos manos unidas, una joven y tersa, la otra arrugadita y tal vez temblorosa.
Hay cosas que el paso del tiempo trae y nada podemos hacer al respecto por más que no nos gusten, ver en el ser que uno ama, el dolor, los olvidos, “los achaques”, pero lo que sí está en nuestras manos, lo que sí podemos hacer es recordar cuántas cosas han hecho por nosotros quienes nos preceden en este camino.
Son ellos quienes nos han enseñado a transitar este presente, a entenderlo, a buscar el camino que nos haga más feliz.
Comparto con Uds. un párrafo de un texto de autor anónimo que ha llegado a mi y resulta un pedido dulce, tal vez un poco doloroso, pero real.
“… Si te repito las mismas historias, aunque ya sepas el final, escúchame,
cuando eras chico, tuve que contarte cientos de veces el mismo cuento para que te durmieras.Cuando me fallen mis piernas, dame tu mano para apoyarme,
como yo lo hice cuando comenzaste a dar tus primeros pasos.
Dame tu cariño, compréndeme y apóyame, como yo lo hice desde el momento en que naciste…”
Por eso creo que sería realmente importante tomar conciencia que, si Dios quiere, nosotros también seremos ancianos y se nos olvidarán las cosas y los nombres y caminaremos con dificultad, entre otras cosas.
Dios nos da un tiempo para todo, para gatear, para correr y también para andar despacito por la vida, qué bueno sería aprender a disfrutar y respetar cada uno de esos tiempos, los propios y los ajenos también.
Aprendamos a mirar a nuestros mayores con los ojos de Dios, con ojos de amor y así –seguramente- a pesar de algún achaque, las arrugas y las canas, valdrá la pena vivir este “tercer tiempo” que nos regala la vida.
Fuente: Revista San Pablo
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