EN LAS CULTURAS ancestrales existía una singular veneración por los ancianos. Lamentablemente, y sobre todo en el mundo actual avanzado y de progreso, de los derechos humanos y de la solidaridad, que camina hacia la eutanasia, esta veneración se está diluyendo y cada vez los ancianos están más aislados, en muchos casos separados o poco menos que olvidados de sus familias, aparcados en residencias no siempre adecuadas. Esta situación es totalmente antinatural y, por supuesto, anticristiana. Vulnera el más elemental sentido de ayuda al prójimo y recordemos que el más inmediato de nuestros prójimos, después de nuestros padres y hermanos, son nuestros abuelos. Un deber elemental de gratitud obliga a prestar un continuo calor y veneración a nuestros abuelos, a los que les debemos la vida y todo cuanto somos. Es necesario interesarse por su estado físico, por sus achaques y tratar de acompañarlos evitándoles la soledad en la vejez.
Quien haya visitado una residencia de ancianos, o un asilo, como se decía antes, jamás podrá olvidar la escena de esos recintos y la imagen de las personas que allí se hallan acogidas. Es algo impactante. Ancianos tristes, no por su vejez, sino porque viven una vida entristecida por falta de comprensión, de cariño y de amor, incluso por parte de los más obligados a comprenderlos, cuidarlos y amarlos: sus hijos. Me decía uno de ellos que lo único que puede hacer triste la vejez no es perder las ilusiones y alegrías, sino perder las esperanzas.
Estos miembros de la sociedad, que viven sin vivir, que arrastran la cuenta de su desengaño y la soledad son, en su silencio, los verdaderos artífices de la paz que las generaciones posteriores disfrutamos. Precarios en aspiraciones y deseos, son, sin embargo, inmensamente ricos en sabiduría, experiencia y nadie recibirá con su consejo ningún despropósito o fraude porque su sinceridad es hija del sufrimiento.
La mayoría de ellos tienen hijos, ¿y qué? Ellos ya no los necesitan. Están lejos, labrando su porvenir. Además, ahora existen infinidad de "residencias" en las que nada les falta. ¿Nada? "El viejo se pone impertinente, intolerante, todo le parece mal". Necesita cuidados que no pueden prodigarle porque los hijos están muy ocupados, pasan el día fuera, trabajando o divirtiéndose con otras parejas jóvenes. El anciano, en fin, es el pasado que "no cabe" en los hogares nuevos. El presente es agitación, despropósito, anulación de ideas concebidas por la parte interesada, si la otra no está de acuerdo.
El egoísmo, que ajusta las barreras de la limitación, ha dado su veredicto, sin recordar la bíblica sentencia de "quien a hierro mata, a hierro muere". Pero eso es agua pasada. La realidad moderna y materialista no cree en vaticinios, ni en sentimientos. Va a lo suyo. Lo principal es su comodidad. Libre de obstáculos y de "cargas", ajena al binomio padre-hijo. Como si el hijo fuera "de probeta", sin obligaciones para con sus padres.
Por todas esas cosas y otras muchas más, los ancianos y solitarios tienen esa mirada misteriosa y enigmática. Están tristes porque se ven olvidados por una sociedad de un egoísmo sin entrañas, porque sus ojos no creen lo que dicen sus labios y porque su mente no admite que su vida acabe habiendo cometido tantos errores.
Y así, el anciano vive en un rincón de una residencia limpia, grandiosa... y fría, sumido en sus recuerdos y esperando, un día tras otro, que vengan a visitarlo sus hijos y nietos, a quienes recibirá con una sonrisa abierta, a pesar de tener el corazón destrozado.
eldia.es
Quien haya visitado una residencia de ancianos, o un asilo, como se decía antes, jamás podrá olvidar la escena de esos recintos y la imagen de las personas que allí se hallan acogidas. Es algo impactante. Ancianos tristes, no por su vejez, sino porque viven una vida entristecida por falta de comprensión, de cariño y de amor, incluso por parte de los más obligados a comprenderlos, cuidarlos y amarlos: sus hijos. Me decía uno de ellos que lo único que puede hacer triste la vejez no es perder las ilusiones y alegrías, sino perder las esperanzas.
Estos miembros de la sociedad, que viven sin vivir, que arrastran la cuenta de su desengaño y la soledad son, en su silencio, los verdaderos artífices de la paz que las generaciones posteriores disfrutamos. Precarios en aspiraciones y deseos, son, sin embargo, inmensamente ricos en sabiduría, experiencia y nadie recibirá con su consejo ningún despropósito o fraude porque su sinceridad es hija del sufrimiento.
La mayoría de ellos tienen hijos, ¿y qué? Ellos ya no los necesitan. Están lejos, labrando su porvenir. Además, ahora existen infinidad de "residencias" en las que nada les falta. ¿Nada? "El viejo se pone impertinente, intolerante, todo le parece mal". Necesita cuidados que no pueden prodigarle porque los hijos están muy ocupados, pasan el día fuera, trabajando o divirtiéndose con otras parejas jóvenes. El anciano, en fin, es el pasado que "no cabe" en los hogares nuevos. El presente es agitación, despropósito, anulación de ideas concebidas por la parte interesada, si la otra no está de acuerdo.
El egoísmo, que ajusta las barreras de la limitación, ha dado su veredicto, sin recordar la bíblica sentencia de "quien a hierro mata, a hierro muere". Pero eso es agua pasada. La realidad moderna y materialista no cree en vaticinios, ni en sentimientos. Va a lo suyo. Lo principal es su comodidad. Libre de obstáculos y de "cargas", ajena al binomio padre-hijo. Como si el hijo fuera "de probeta", sin obligaciones para con sus padres.
Por todas esas cosas y otras muchas más, los ancianos y solitarios tienen esa mirada misteriosa y enigmática. Están tristes porque se ven olvidados por una sociedad de un egoísmo sin entrañas, porque sus ojos no creen lo que dicen sus labios y porque su mente no admite que su vida acabe habiendo cometido tantos errores.
Y así, el anciano vive en un rincón de una residencia limpia, grandiosa... y fría, sumido en sus recuerdos y esperando, un día tras otro, que vengan a visitarlo sus hijos y nietos, a quienes recibirá con una sonrisa abierta, a pesar de tener el corazón destrozado.
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