CARLOS MARTÍNEZ ALONSO
Frente al envejecimiento biológico y social necesitamos estructuras innovadoras que potencien e incorporen la creatividad, la vitalidad y visión de la juventud. Hagamos de ello una oportunidad para convertir en inversión los costes asociados.
La palabra "innovación" aparece escrita por primera vez en castellano en 1899. Figura en un texto anónimo que conserva la Real Academia Española y que describía "el carácter refractario del agricultor español a toda innovación hija de los modernos estudios de agronomía". Algunos trazos de esta triste percepción han perdurado hasta nuestros días. Pero la realidad es que sabemos avanzar, y decir lo contrario es sumarse a un bulo.
Una simple mirada a la producción extensiva de fresas de Huelva o a los cultivos bajo plástico de Almería -dos casos bien conocidos de agricultura puntera actual- revela como pura superchería esa visión. No existe "incapacidad congénita" para el progreso ni en nuestro campo ni en nuestra sociedad en general. En materia de ciencia y tecnología, este país debe entenderse de una vez por todas a sí mismo como uno más dentro del entorno internacional, fijándose en los retos globales, no en fatalismos de nación. Y en estos momentos, si hay un desafío común para el progreso en el mundo desarrollado es el del envejecimiento.
En tan sólo un siglo, España ha duplicado la esperanza de vida, que ahora supera ampliamente los 80 años. Los avances científicos -y en particular la investigación médica- han tenido mucho que ver en ello, pero tras esa mejora vital de la que todos nos alegramos hay lecturas secundarias. Se calcula que en el año 2050 una quinta parte de la población española será mayor de 85 años y un tercio superará los 65. Precisamente a partir de esta última edad el porcentaje de personas que sufren discapacidades aumenta entre 10 y 20 veces con respecto a los individuos menores de 45 años. Según estimaciones realizadas con los índices médicos actuales, en el año 2050 más de seis millones de españoles podrían sufrir alguna discapacidad vinculada a la vejez.
En menos de medio siglo, dos tercios del gasto que se destina a la salud de la población corresponderán a personas mayores de 65 años. Estudios recientes elaborados en Estados Unidos apuntan incluso a la timidez de estas estimaciones porque, a fecha de hoy, más del 70% de los fallecimientos ya está relacionado con enfermedades crónicas y degenerativas.
Uno de los grandes retos de la investigación médica del siglo XXI no es sólo darnos más años de existencia, sino añadirles calidad. Para una esperanza de vida de unos 80 años, la media sugiere que un ciudadano español padecerá al menos una enfermedad crónica durante unos 40 años, tendrá mal estado de salud a lo largo de 20 y sufrirá una discapacidad durante la última década de su vida.
Conseguir una mayor longevidad con más salud permitiría aumentar la calidad de vida de la población y reducir los costes sanitarios. Como proclama la AFAR, la federación que representa a los estudiosos del envejecimiento en Estados Unidos, investigar el proceso hacia la vejez es el camino más rápido y menos costoso para prevenir y tratar tantas enfermedades que se asocian a ella. Y es una vía mucho mejor que la de estudiarlas únicamente por separado.
En todo el mundo se han abierto numerosas vías de estudio sobre los procesos y los genes asociados al envejecimiento. Nos estamos acercando a los mecanismos que el propio organismo posee para defenderse de los daños moleculares (como los antioxidantes), para subsanar estos daños (mecanismos de reparación de ADN), y para eliminar o desactivar las células dañadas (la muerte celular programada). También avanzamos en la regeneración de tejidos con células nuevas obtenidas a partir de células madre, mientras que modelos experimentales como los que proporcionan la mosca del vinagre o el gusano hermafrodita Caenorhabditis elegans nos ofrecen útiles datos que acercan el objetivo de quintuplicar o sextuplicar la actual esperanza media de vida.
Pero el envejecimiento no debe ser sólo atendido desde la perspectiva de la investigación sanitaria: desafía de manera esencial la capacidad de la sociedad para regenerarse. Si se piensa en ello, la inquietud que ha despertado el asunto parece todavía escasa. Es obligación de esta sociedad dedicar los recursos necesarios para crear el marco que garantice las futuras expectativas de vida con el necesario orden social. Para ello necesitamos nuevas estructuras y modelos económicos que permitan convertir el gasto asociado a esta transformación en una inversión; necesitamos ser innovadores.
En la clase política estamos acostumbrados a los dirigentes de edad avanzada y a los consejos de sabios con larga experiencia, y quizá por eso no percibimos el problema. No obstante, el envejecimiento tocará de lleno a la gestión de los asuntos públicos, modificará muchas convenciones sociales y volverá insostenible el concepto tradicional de "jerarquía", muy vinculado a la edad.
En el pasado, las jerarquías iban indisolublemente asociadas al ciclo de la vida: pensaban y lideraban los ancianos, daban órdenes los mayores, obedecían los jóvenes. Mantener tal división de tareas en el futuro resultaría simplemente irreal. Con la amplificación que permiten las nuevas tecnologías, las buenas ideas ya no necesitan de la aprobación de un superior para abrirse paso y fascinar al mundo. Han sido jóvenes emprendedores quienes han puesto en el mercado muchas de las tecnologías que están redefiniendo nuestra era. El talento, simplemente, no se puede ocultar ni autorizar en función del escalafón laboral o social que uno ocupa. No está conforme si queda sujeto a una edad.
Hemos de abrir los ojos. Dentro del proceso global de envejecimiento que presenta la Tierra, España ocupa el cuarto puesto, sólo por detrás de Japón, Italia y Suecia. Es obvio que eso acarreará consecuencias en todos los órdenes de la vida y que amenaza seriamente la capacidad innovadora de nuestra sociedad. En el campo concreto de la ciencia, necesitamos que los más jóvenes se incorporen al mundo de la investigación: para que avancen en descubrimientos médicos y para que nos recuerden constantemente la necesidad de transgresión. La juventud por sí sola no es garantía plena de éxito ni de progreso, pero parece a todas luces componente imprescindible del mismo. Ya lo dijo Johann W. Goethe: "Debemos cambiar, renovarnos, rejuvenecer continuamente. En caso contrario, nos volvemos inflexibles". ¿Qué sería de nosotros con una ciencia inflexible?
Miguel de Unamuno fue muy explícito: "El progreso consiste en renovarse". Y el saber popular adaptó la frase: renovarse o morir. Pero quizá las palabras que mejor describen la importancia de los jóvenes en la ciencia son las de Max Planck. Según este brillante alemán, padre de la física cuántica, en el mundo de la investigación las innovaciones raramente se abren paso convenciendo gradualmente a sus oponentes. Lo que ocurre es que "sus oponentes se van muriendo y la siguiente generación viene ya familiarizada desde el principio con las nuevas ideas". Apliquemos esta reflexión a cualquier avance (social, económico, político o científico). Nos servirá para entender cuánto necesitamos a la juventud, cuánto debemos vigilar el envejecimiento, para regenerar permanentemente nuestro tejido ciudadano, investigador y creativo.
Carlos Martínez Alonso es secretario de Estado de Investigación.
El País
Frente al envejecimiento biológico y social necesitamos estructuras innovadoras que potencien e incorporen la creatividad, la vitalidad y visión de la juventud. Hagamos de ello una oportunidad para convertir en inversión los costes asociados.
La palabra "innovación" aparece escrita por primera vez en castellano en 1899. Figura en un texto anónimo que conserva la Real Academia Española y que describía "el carácter refractario del agricultor español a toda innovación hija de los modernos estudios de agronomía". Algunos trazos de esta triste percepción han perdurado hasta nuestros días. Pero la realidad es que sabemos avanzar, y decir lo contrario es sumarse a un bulo.
Una simple mirada a la producción extensiva de fresas de Huelva o a los cultivos bajo plástico de Almería -dos casos bien conocidos de agricultura puntera actual- revela como pura superchería esa visión. No existe "incapacidad congénita" para el progreso ni en nuestro campo ni en nuestra sociedad en general. En materia de ciencia y tecnología, este país debe entenderse de una vez por todas a sí mismo como uno más dentro del entorno internacional, fijándose en los retos globales, no en fatalismos de nación. Y en estos momentos, si hay un desafío común para el progreso en el mundo desarrollado es el del envejecimiento.
En tan sólo un siglo, España ha duplicado la esperanza de vida, que ahora supera ampliamente los 80 años. Los avances científicos -y en particular la investigación médica- han tenido mucho que ver en ello, pero tras esa mejora vital de la que todos nos alegramos hay lecturas secundarias. Se calcula que en el año 2050 una quinta parte de la población española será mayor de 85 años y un tercio superará los 65. Precisamente a partir de esta última edad el porcentaje de personas que sufren discapacidades aumenta entre 10 y 20 veces con respecto a los individuos menores de 45 años. Según estimaciones realizadas con los índices médicos actuales, en el año 2050 más de seis millones de españoles podrían sufrir alguna discapacidad vinculada a la vejez.
En menos de medio siglo, dos tercios del gasto que se destina a la salud de la población corresponderán a personas mayores de 65 años. Estudios recientes elaborados en Estados Unidos apuntan incluso a la timidez de estas estimaciones porque, a fecha de hoy, más del 70% de los fallecimientos ya está relacionado con enfermedades crónicas y degenerativas.
Uno de los grandes retos de la investigación médica del siglo XXI no es sólo darnos más años de existencia, sino añadirles calidad. Para una esperanza de vida de unos 80 años, la media sugiere que un ciudadano español padecerá al menos una enfermedad crónica durante unos 40 años, tendrá mal estado de salud a lo largo de 20 y sufrirá una discapacidad durante la última década de su vida.
Conseguir una mayor longevidad con más salud permitiría aumentar la calidad de vida de la población y reducir los costes sanitarios. Como proclama la AFAR, la federación que representa a los estudiosos del envejecimiento en Estados Unidos, investigar el proceso hacia la vejez es el camino más rápido y menos costoso para prevenir y tratar tantas enfermedades que se asocian a ella. Y es una vía mucho mejor que la de estudiarlas únicamente por separado.
En todo el mundo se han abierto numerosas vías de estudio sobre los procesos y los genes asociados al envejecimiento. Nos estamos acercando a los mecanismos que el propio organismo posee para defenderse de los daños moleculares (como los antioxidantes), para subsanar estos daños (mecanismos de reparación de ADN), y para eliminar o desactivar las células dañadas (la muerte celular programada). También avanzamos en la regeneración de tejidos con células nuevas obtenidas a partir de células madre, mientras que modelos experimentales como los que proporcionan la mosca del vinagre o el gusano hermafrodita Caenorhabditis elegans nos ofrecen útiles datos que acercan el objetivo de quintuplicar o sextuplicar la actual esperanza media de vida.
Pero el envejecimiento no debe ser sólo atendido desde la perspectiva de la investigación sanitaria: desafía de manera esencial la capacidad de la sociedad para regenerarse. Si se piensa en ello, la inquietud que ha despertado el asunto parece todavía escasa. Es obligación de esta sociedad dedicar los recursos necesarios para crear el marco que garantice las futuras expectativas de vida con el necesario orden social. Para ello necesitamos nuevas estructuras y modelos económicos que permitan convertir el gasto asociado a esta transformación en una inversión; necesitamos ser innovadores.
En la clase política estamos acostumbrados a los dirigentes de edad avanzada y a los consejos de sabios con larga experiencia, y quizá por eso no percibimos el problema. No obstante, el envejecimiento tocará de lleno a la gestión de los asuntos públicos, modificará muchas convenciones sociales y volverá insostenible el concepto tradicional de "jerarquía", muy vinculado a la edad.
En el pasado, las jerarquías iban indisolublemente asociadas al ciclo de la vida: pensaban y lideraban los ancianos, daban órdenes los mayores, obedecían los jóvenes. Mantener tal división de tareas en el futuro resultaría simplemente irreal. Con la amplificación que permiten las nuevas tecnologías, las buenas ideas ya no necesitan de la aprobación de un superior para abrirse paso y fascinar al mundo. Han sido jóvenes emprendedores quienes han puesto en el mercado muchas de las tecnologías que están redefiniendo nuestra era. El talento, simplemente, no se puede ocultar ni autorizar en función del escalafón laboral o social que uno ocupa. No está conforme si queda sujeto a una edad.
Hemos de abrir los ojos. Dentro del proceso global de envejecimiento que presenta la Tierra, España ocupa el cuarto puesto, sólo por detrás de Japón, Italia y Suecia. Es obvio que eso acarreará consecuencias en todos los órdenes de la vida y que amenaza seriamente la capacidad innovadora de nuestra sociedad. En el campo concreto de la ciencia, necesitamos que los más jóvenes se incorporen al mundo de la investigación: para que avancen en descubrimientos médicos y para que nos recuerden constantemente la necesidad de transgresión. La juventud por sí sola no es garantía plena de éxito ni de progreso, pero parece a todas luces componente imprescindible del mismo. Ya lo dijo Johann W. Goethe: "Debemos cambiar, renovarnos, rejuvenecer continuamente. En caso contrario, nos volvemos inflexibles". ¿Qué sería de nosotros con una ciencia inflexible?
Miguel de Unamuno fue muy explícito: "El progreso consiste en renovarse". Y el saber popular adaptó la frase: renovarse o morir. Pero quizá las palabras que mejor describen la importancia de los jóvenes en la ciencia son las de Max Planck. Según este brillante alemán, padre de la física cuántica, en el mundo de la investigación las innovaciones raramente se abren paso convenciendo gradualmente a sus oponentes. Lo que ocurre es que "sus oponentes se van muriendo y la siguiente generación viene ya familiarizada desde el principio con las nuevas ideas". Apliquemos esta reflexión a cualquier avance (social, económico, político o científico). Nos servirá para entender cuánto necesitamos a la juventud, cuánto debemos vigilar el envejecimiento, para regenerar permanentemente nuestro tejido ciudadano, investigador y creativo.
Carlos Martínez Alonso es secretario de Estado de Investigación.
El País
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