Rogelio Alaniz
Domingo Faustino Sarmiento murió en Paraguay el 11 de setiembre de 1888. Es curioso. Eligió para morir el país al que había combatido en una guerra, el país donde había muerto su hijo Dominguito. El 10 de setiembre a la noche le dijo a su hija que lo acomodara en el sillón mirando hacia la ventana. Se supone que el último paisaje que vieron sus ojos fue la luz de la madrugada. No era un paisaje indigno para quien se jactó durante toda su vida de librar una lucha a brazo partido contra el oscurantismo.
Se dice que a los grandes hombres la vejez los pone a prueba. Sarmiento aprobó con muy buenas calificaciones esa exigencia. Más de un historiador considera que el Sarmiento de los últimos años es el que se merece reivindicar. Estos son los años de sus críticas más ácidas al régimen, sus ataques más duros al privilegio, sus autocríticas más severas. Son sus años de grandeza y al mismo tiempo son años de duras derrotas y de más de una humillación.
Desde 1880, desde que cumplió setenta años, Sarmiento peleó a brazo partido para ser otra vez presidente. Estuvo a punto de serlo en 1880, pero las camándulas de Roca se lo impidieron. Alentó algo parecido en 1886, pero fue derrotado por Juárez Celman. En 1887, un año antes de su muerte, le confesó a un sobrino que no le quedaba mucho hilo en el carretel pero que si lo elegían presidente era capaz de tirar diez años más.
Su ambición política fue criticada por muchos. Se decía que era un ególatra y un enfermo de vanidad. Se le imputaba carecer de sentimientos, se señalaba que su único amigo era él mismo y que por el poder era capaz de sacrificar a su propia madre. Todo eso era verdad, pero era una verdad a medias. Sarmiento era un político de tiempo completo, ambicionaba el poder y lo peleaba a brazo partido. Siempre pensó a la política desde el lugar de la clase dirigente y cuando la discutió fue porque consideró que estaba despilfarrando el legado que él les había dejado.
Paul Groussac lo conoció en Montevideo en 1884. Lo describe con palabras cargadas de admiración. Groussac no era un escritor impresionable. Todo lo contrario. Era sarcástico, irónico y burlón. Una frase suya podía despedazar al hombre más prestigiado de Buenos Aires. Sin embargo, cuando lo vio a Sarmiento -porque en realidad no habló con él-, no dejó de manifestar su asombro por la vitalidad de ese hombre, por la energía que desplegaba incluso cuando estaba callado.
Sarmiento entonces tenía 74 años. En esos días en Montevideo participaba de reuniones, visitaba colegios, discutía con científicos y en las horas libres se reunía en el hotel con los amigos y se quedaba conversando hasta tarde. Sarmiento hablaba casi a los gritos. Su sordera contribuía a ello. Sus risotadas retumbaban en el hotel. También sus insultos. Era un animal político extraordinario. Así lo pinta Groussac. En los mismos términos lo describe José Hernández, que no lo quería, pero no podía menos que mirar con admiración a esa personalidad política avasallante, que deslumbraba con su vitalidad y su inteligencia.
Los últimos años de Sarmiento no fueron fáciles. Para Sarmiento, la vida jamás fue una empresa sencilla. Siempre la concibió como una lucha. Le sobraban energías y talento para afrontar el desafío. Nunca le importó quedarse solo. Es más, cuando eso ocurría parecía sentirse más cómodo. Como anticipándose a los revisionistas del siglo veinte, fueron los mitristas los que iniciaron la tarea de denigrar su memoria. A los mitristas les corresponde haber dado a conocer las cartas escritas acerca de la guerra contra las montoneras. También fueron los jóvenes mitristas los primeros que lo acosaron en la calle con sus insultos.
La anécdota merece recordarse. Sarmiento no le perdonaba a Mitre haberse levantado en armas contra Avellaneda. Por lo tanto no estaba dispuesto a consentir ninguna amnistía. Una noche habló en el Congreso y a la salida los imberbes de aquellos tiempos lo insultaron en la calle. Al otro día Sarmiento se presentó en el Congreso y dijo uno de sus discursos más célebres.
"'...Lo que me aflige es ver a jóvenes que están estudiando, jóvenes de quince o veinte años que tienen el coraje de esperar a un senador a la salida del Congreso para insultarlo...Y yo me pregunto: ¿en qué país estamos? ¿A qué tiempos hemos llegado? Yo podría decirle a uno de esos jóvenes: venga hijo a mi lado; hablaré con usted. ¿Qué edad tiene? Vea la mía. Está usted sano, fuerte y robusto; y yo soy anciano, hasta sordo soy. Si las voces de reprobación, si los gritos que se dan, si la fuerza del número son medios de coacción para hacerme callar como desean los que piensan en contra de mis ideas, yo diré a los que tienen la posibilidad de hablar con esos jóvenes que no conocen la historia . Yo soy "Don Yo" como dicen, pero este "Don Yo" ha peleado a brazo partido durante veinte años contra don Juan Manuel de Rosas y lo ha puesto bajo sus plantas, y ha podido contener en sus desórdenes al general Urquiza...todos los caudillos llevan mi marca y no han de ser los chiquillos de hoy en día los que me han de vencer, viejo como soy".
En la Cámara no se oía una voz, un murmullo. Todos escuchaban en silencio las palabras del gran viejo que seguía hablando como si en realidad le hablara al futuro o a cada uno de los imberbes que lo habían insultado: "He querido que la barra me oiga una vez más, que vea de toda la libertad que soy capaz. Y es una pérdida para el país que ustedes encadenen y humillen y vejen a quien ha vivido sesenta años, duro contra las dificultades de la vida; que ha sufrido la tiranía, que ha sufrido la pobreza que ustedes no conocen y las aflicciones que puede pasar un hombre que no aprendió en la escuela sino a leer y que desde entonces viene abriéndose camino con el trabajo, con la honradez y el coraje de desafiar las dificultades".
La vejez de Sarmiento fue admirable. Fue una vejez que estuvo a la altura de su vida y, en más de un caso, la superó. Fueron los años en que atacó a la que calificaba como oligarquía con olor a bosta: "Quieren que el gobierno, quieren que nosotros que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarle o triplicarle la fortuna a los Anchorena, a los Duggan, a los Cano, a los Leloir y todos esos millonarios que pasan su vida mirando como pacen las vacas".
Parece increíble: el Sarmiento de sus últimos años parece combatir la obra realizada por él y su generación. No se entiende por qué Sarmiento, pero también Alberdi, impugnaron el supuesto progreso que en su momento habían defendido. Es como que, sin desconocer los méritos de la obra que forjaron, hubiesen querido advertirles a los nuevos dirigentes los vicios del sistema que contribuyeron a crear.
En 1880 era ministro de Avellaneda. Ambicionaba ser presidente y peleaba contra Roca. Una tarde se presentó al Congreso. Parecía un poseído: despeinado, la frente arrugada, el gesto iracundo: "Hay una Liga de Gobernadores; tengo en mis manos las pruebas y la voy a hacer pedazos Se acabaron las contemplaciones. Vengo con los puños llenos de verdades y los voy a desparramar a los cuatro vientos. Creo que ésta será la última vez que hablo delante de una asamblea; puede decirse que es de ultratumba que lanzo la palabra, porque quizás a esta hora seré suprimido como ministro, y quiero que esta vez los jóvenes que vienen después de nosotros, los viejos que hemos luchado durante treinta años, oigan la palabra y crean a un hombre sincero, que no ha tenido ambición, que nunca ha aspirado a nada, sino a la gloria de ser en la historia de su país, si puede, un nombre, ser Sarmiento, que valdrá mucho más que ser presidente por seis años o juez de paz en una aldea".
Sarmiento vivió su vejez sin un peso. Su casa era modesta; sus bienes, contados. Un día le pidió al Concejo Deliberante si podía pagarle la suscripción del diario porque él no tenía con qué hacerlo. Poco antes de morir hizo el balance de su vida: "'Nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia, más que mía de mi patria, endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo cuanto hay de civilizado en la tierra y todas las escalas de los valores humanos en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la Tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente, he labrado, como las orugas, mi tosco capullo. Hice la guerra a la barbarie y a los caudillos en nombre de ideas buenas y realizables... Sin fortuna que nunca codicié porque era bagaje pesado para la incesante pugna, espero una buena muerte corporal, porque la que me vendrá en política es la que yo esperé. Deseo dejar por herencia a millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías férreas el territorio, como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida del que yo gocé sólo a hurtadillas".
El Litoral
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