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La vejez no existe

Para Manuel de la Sierra,
amigo octogenario


El 1 de septiembre cumplió Gustavo Bueno 84 años. Antes, hace poco tiempo, se trataba de una edad muy respetable. Pero ha cambiado la consideración sobre la vejez y ésta es una de las pocas cosas buenas de los tiempos nuevos, al menos hasta que el doctor Muerte de Gijón no pueda llevar a la práctica su teoría de que es lo mismo tomar el tren de las doce que el de las doce menos cuarto. Hace unos años, a una persona de 80 años se la consideraba anciana. Ahora, puede decirse que no envejece quien puede, sino quien quiere, y así tenemos cuarentones viejísimos y octogenarios con pleno vigor. Esto es: más o menos como siempre, desde que el mundo es mundo.


Todavía hace no muchos años, los 70 eran una frontera que procedía directamente del Eclesiastés. Cuando Yeats los cumplió, quedó tan perplejo que escribió un poema: «¡Cosa más asombrosa! / Setenta años viví». A Yeats la vejez le producía rencor y espanto: no quería envejecer, por lo que rechazaba la vejez, lo que es la manera más insensata de hacerse viejo. Todo lo contrario de lo que está haciendo, con sabiduría, Gustavo Bueno. En cierta ocasión, respondiendo a la entrevista que le hacía un reportero televisivo, inexperto o impertinente, saltó la pregunta sobre qué sucedería cuando se encontrara con sus facultades intelectuales disminuidas, a lo que respondió con viveza: «No puedo decirle, porque todavía no tengo esa experiencia».



Para Gustavo Bueno, cumplir años es algo perfectamente normal, que depende de cómo se mire el calendario: lo mismo se pueden cumplir cada día que cada trescientos sesenta y cinco. Así que mientras se cumplan es porque estamos vivos, razón por la que es mejor cumplirlos que no cumplirlos: perogrullada tan fenomenal como verdadera. Cuando murió Sartre con los 70 sobrepasados, Vidal Peña, que debe de ser la persona más hipocondriaca que he conocido, movió la cabeza varias veces, gravemente, y dictaminó: «Que haya llegado a los 70 con la vida que llevó nos da ánimos a quienes vivimos de manera un poco más ordenada».



Los poetas, sobre todo los de la época romántica, incrementaban su aureola muriendo jóvenes, y si morían de tuberculosis o en algaradas revolucionarias, componían la figura perfecta. Evidentemente, murieron más de tuberculosis que de revoluciones, que solían contemplar desde la barrera. A lo largo del siglo XIX la tuberculosis era tan prestigiosa como ahora el sida. De los grandes poetas románticos ingleses, los más viejos, o por mejor decir, los que nacieron antes, Wordsworth y Coleridge, sobrevivieron a los más jóvenes, Byron, Shelley y Keats, y se da la circunstancia de que el más joven y que vivió menos, Keats, es el mejor, aunque ninguno puede ser considerado como «poeta menor».



La literatura española es una literatura de longevos. Maeztu no alcanzó las edades de Azorín o Baroja porque le mataron. Y en la del 27, aunque era de poetas, los más sobrepasaron los 60, y algunos (Guillén, Alexandre, Dámaso Alonso), los 80. Por no mencionar a León Felipe y otros, que, aunque no eran tan finos, también llegaron a octogenarios. Guillén, en 1981, cumplidos los 88 años, consideró que «probablemente soy el escritor más viejo de la literatura española. León Felipe no llegó a mi edad. Calderón, por supuesto, tampoco». A lo que acota Alfonso Canales que Guillén «podrá haber vivido mucho, pero eso no implica necesariamente ser viejo». Lo mismo puede decirse de Gustavo Bueno, un jovencito con 84 años recién cumplidos. Y la nómina no se agota. El gran prosista Cristóbal Serra continúa en activo, escribiendo y publicando, y Muñoz Rojas, uno de nuestros mayores poetas, llega a centenario el año que viene. Ernts Jünger, al cumplir los 100 años, evocó a otro escritor centenario, Fontenelle. No era un gran escritor, pero sí fue uno de los escritores más longevos.



Después de pasar unos días en La Granda, uno sale convencido de que la vejez no existe. Allí coincidieron Sabino Fernández Campo con 90 años, Teodoro López Cuesta con 87, José María Martínez Cachero con 84 y Juan Velarde con 81, de manera que mientras Velarde nacía en Salas, Teo ya había hecho la primera comunión y Sabino el ingreso del Bachillerato. Por no mencionar al capellán, don Servando, a punto de cumplir los 80 y a quien nadie que juzgue por el aspecto exterior le echaría más de 70. Y ahí le tenemos hecho un chaval, aunque los espárragos le producen gota. Todos ellos están lúcidos, magníficos, comen de todo, pasean hasta el puente ante de cenar (menos Cachero, que ya no camina a grandes zancadas, como antes) y poseen un espléndido sentido del humor. Sabino Fernández Campo afirma en el ensayo «Envejecimiento y política», incluido en sus «Escritos morales y políticos»: «Quisiera dar a mis amigos más jóvenes que yo -que son casi todos- el sincero consejo de que se esfuercen por todos los medios para cumplir los 80. Verán cómo se trata de un momento clave, de importancia muy superior a otras fechas y aniversarios que pueden marcar también etapas diferentes de la vida, pero no tan decisivas y serias como la de alcanzar una edad que tiene tanto de respetable y de alarmante a la vez». No cabe duda de que desde los 80 años se contempla la vida de otro modo: pero cualquiera firmaría por llegar a los 80 como Sabino llegó a los 90. Como escribió Vauvenargues: «Se es joven mientras se piensa que los buenos tiempos están todavía por llegar».


La Nueva España

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