Los que un día temieron que sus padres vieran con malos ojos a la pareja elegida son ahora jueces severos que se oponen a la elección paterna, a veces por motivos inconfesables
A la vejez, viruelas. Eso deben de haber pensado muchos franceses ante el caso de la octogenaria dueña del imperio cosmético L'Óreal, a quien su hija Françoise ha llevado a los tribunales para evitar que siga entregando considerables sumas de dinero a un fotógrafo bastante más joven que ella, con el que mantiene una imprecisa relación sentimental. La multimillonaria Liliane Bettencourt exige respeto a su intimidad y libertad para tomar sus propias decisiones, pero la moral social parece inclinarse del lado de la heredera. Si bien no pocos compatriotas suyos proclaman el imperio del amor y del derecho de cada cual para entregar su corazón y su fortuna a quien le plazca, en otros parece imponerse ese prejuicio juvenilista que aparta de los sentimientos amorosos a los mayores. Es lo que, mutatis mutandis, puede estar ocurriendo también en España con el idilio entre una conocida y longeva aristócrata y un hombre al que sobrepasa en varios lustros. Chanzas malintencionadas, comentarios groseros y condenas directas acompañan a una relación que se consideraría natural si se hubiera dado entre personas de menor edad.
Es curioso ver cómo en la era del deseo nos cuesta admitir que no hay razón alguna para que los deseos envejezcan. Sobre las parejas desiguales recae una suerte de oprobio trufado de sospechas. El miembro joven del dúo es un gigoló sin escrúpulos o una lagarta cazafortunas, y la parte anciana una patética representación del sueño de la eterna juventud encarnado en el viejo verde o en la vieja que sepulta sus arrugas bajo gruesas capas de maquillaje. Pese a todo, cada vez es más frecuente encontrar parejas asimétricas que no tienen por qué haber nacido del interés. A los proverbios condenatorios de antaño («Vejez con amor, no hay cosa peor», «amor es fruta para el mancebo y para el anciano veneno») empiezan a sucederles actitudes comprensivas o por lo menos indiferentes.
Pero ¿todavía hay que preguntarse por qué se enamoran los mayores? El solo hecho de plantear el fenómeno como una rareza o una curiosidad ya evidencia que se le aplica una lente deformadora que impide entenderlo. Como los jóvenes y la gente madura, los mayores se enamoran porque esa posibilidad está en la naturaleza de todas las personas y las acompaña hasta la tumba. Hay infinidad de parejas que han encontrado la felicidad en la última vuelta del camino, después de prolongadas experiencias insatisfactorias sostenidas en la rutina o el miedo al qué dirán. A esas alturas de la vida el corazón sigue latiendo igual que siempre, y permanece intacto el derecho a la compañía, al placer y a la ternura.
Quizá la mayor resistencia a admitir los amores tardíos no provenga ya de la sociedad, sino de los hijos, como le ha ocurrido a Liliane Bettencourt. Uno de los temas recurrentes en los foros de internautas de la tercera edad es la incomprensión sentida por el anciano o la anciana que ve cómo sus descendientes desaprueban sus relaciones. Inversión de papeles: los que un día temieron que sus padres vieran con malos ojos a la pareja elegida son ahora jueces severos que se oponen a la elección paterna. Esa oposición es producto de los miedos, los celos, de la ruptura de los esquemas tradicionales que sitúan a la persona mayor quietecita en el sofá, jugando con los nietos en el parque o lanzando naipes al tapete en el club de la edad de oro. En definitiva: prejuicios incrustados que a veces se alían con intereses materiales inconfesables. Permitir que el mayor se enamore no supone sólo una alteración de las reglas afectivas, sino también la irrupción de un intruso que puede dar al traste con los planes para después de la herencia. Cuando en la pareja hay una gran diferencia de edad, esos prejuicios crecen a veces hasta el extremo de considerar la relación algo abominable, resultado de oscuras perversiones. Si el mayor es un hombre, le rondará la imagen del 'asaltacunas' cercano al pederasta. Si la mayor es una mujer, se le considerará una caprichosa ridícula. El tabú de la 'edad prohibida' quedará indeleblemente marcado sobre ellos y su vínculo.
Indudablemente no es una circunstancia muy frecuente y eso justifica los reparos de partida. «Amor de atardecer, ¿por qué extraviado / camino llegas a mi soledad?», escribe Dulce María Loynaz en su 'Balada del amor tardío': un extraviado y a veces desesperado camino para recuperar el tiempo perdido, para reconquistar la imposible juventud. Es cierto que cada vez es mayor el número de personas que no asumen serenamente su envejecimiento, y que, así como se infantilizan en sus hobbies o en su modo de vestir, buscan compañías jóvenes a modo de espejo que les devuelve la imagen de un falso reverdecer.
Al final envejece más rápido el que se resiste a envejecer. Para ellos, como sentenció Camus, hacerse viejo es pasar de la pasión a la compasión. Llegar a la edad madura no significa necesariamente madurar. Pero, por otra parte, ¿no se ha dicho siempre que el amor no tiene edad? Si dos personas, por distintas que sean en todos los órdenes, deciden libremente vincularse la una a la otra, ¿quién puede arrogarse la autoridad aprobar o desaprobar su decisión?
El Comercio Digital
A la vejez, viruelas. Eso deben de haber pensado muchos franceses ante el caso de la octogenaria dueña del imperio cosmético L'Óreal, a quien su hija Françoise ha llevado a los tribunales para evitar que siga entregando considerables sumas de dinero a un fotógrafo bastante más joven que ella, con el que mantiene una imprecisa relación sentimental. La multimillonaria Liliane Bettencourt exige respeto a su intimidad y libertad para tomar sus propias decisiones, pero la moral social parece inclinarse del lado de la heredera. Si bien no pocos compatriotas suyos proclaman el imperio del amor y del derecho de cada cual para entregar su corazón y su fortuna a quien le plazca, en otros parece imponerse ese prejuicio juvenilista que aparta de los sentimientos amorosos a los mayores. Es lo que, mutatis mutandis, puede estar ocurriendo también en España con el idilio entre una conocida y longeva aristócrata y un hombre al que sobrepasa en varios lustros. Chanzas malintencionadas, comentarios groseros y condenas directas acompañan a una relación que se consideraría natural si se hubiera dado entre personas de menor edad.
Es curioso ver cómo en la era del deseo nos cuesta admitir que no hay razón alguna para que los deseos envejezcan. Sobre las parejas desiguales recae una suerte de oprobio trufado de sospechas. El miembro joven del dúo es un gigoló sin escrúpulos o una lagarta cazafortunas, y la parte anciana una patética representación del sueño de la eterna juventud encarnado en el viejo verde o en la vieja que sepulta sus arrugas bajo gruesas capas de maquillaje. Pese a todo, cada vez es más frecuente encontrar parejas asimétricas que no tienen por qué haber nacido del interés. A los proverbios condenatorios de antaño («Vejez con amor, no hay cosa peor», «amor es fruta para el mancebo y para el anciano veneno») empiezan a sucederles actitudes comprensivas o por lo menos indiferentes.
Pero ¿todavía hay que preguntarse por qué se enamoran los mayores? El solo hecho de plantear el fenómeno como una rareza o una curiosidad ya evidencia que se le aplica una lente deformadora que impide entenderlo. Como los jóvenes y la gente madura, los mayores se enamoran porque esa posibilidad está en la naturaleza de todas las personas y las acompaña hasta la tumba. Hay infinidad de parejas que han encontrado la felicidad en la última vuelta del camino, después de prolongadas experiencias insatisfactorias sostenidas en la rutina o el miedo al qué dirán. A esas alturas de la vida el corazón sigue latiendo igual que siempre, y permanece intacto el derecho a la compañía, al placer y a la ternura.
Quizá la mayor resistencia a admitir los amores tardíos no provenga ya de la sociedad, sino de los hijos, como le ha ocurrido a Liliane Bettencourt. Uno de los temas recurrentes en los foros de internautas de la tercera edad es la incomprensión sentida por el anciano o la anciana que ve cómo sus descendientes desaprueban sus relaciones. Inversión de papeles: los que un día temieron que sus padres vieran con malos ojos a la pareja elegida son ahora jueces severos que se oponen a la elección paterna. Esa oposición es producto de los miedos, los celos, de la ruptura de los esquemas tradicionales que sitúan a la persona mayor quietecita en el sofá, jugando con los nietos en el parque o lanzando naipes al tapete en el club de la edad de oro. En definitiva: prejuicios incrustados que a veces se alían con intereses materiales inconfesables. Permitir que el mayor se enamore no supone sólo una alteración de las reglas afectivas, sino también la irrupción de un intruso que puede dar al traste con los planes para después de la herencia. Cuando en la pareja hay una gran diferencia de edad, esos prejuicios crecen a veces hasta el extremo de considerar la relación algo abominable, resultado de oscuras perversiones. Si el mayor es un hombre, le rondará la imagen del 'asaltacunas' cercano al pederasta. Si la mayor es una mujer, se le considerará una caprichosa ridícula. El tabú de la 'edad prohibida' quedará indeleblemente marcado sobre ellos y su vínculo.
Indudablemente no es una circunstancia muy frecuente y eso justifica los reparos de partida. «Amor de atardecer, ¿por qué extraviado / camino llegas a mi soledad?», escribe Dulce María Loynaz en su 'Balada del amor tardío': un extraviado y a veces desesperado camino para recuperar el tiempo perdido, para reconquistar la imposible juventud. Es cierto que cada vez es mayor el número de personas que no asumen serenamente su envejecimiento, y que, así como se infantilizan en sus hobbies o en su modo de vestir, buscan compañías jóvenes a modo de espejo que les devuelve la imagen de un falso reverdecer.
Al final envejece más rápido el que se resiste a envejecer. Para ellos, como sentenció Camus, hacerse viejo es pasar de la pasión a la compasión. Llegar a la edad madura no significa necesariamente madurar. Pero, por otra parte, ¿no se ha dicho siempre que el amor no tiene edad? Si dos personas, por distintas que sean en todos los órdenes, deciden libremente vincularse la una a la otra, ¿quién puede arrogarse la autoridad aprobar o desaprobar su decisión?
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