Ponerse en paz con el pasado implica comprenderlo
En su novela corta de 1929, Veinticuatro horas de la vida de una mujer, Stefan Zweig pone en boca de su anciana protagonista estas palabras: “La vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado”. En el relato, la frase brota de que el suicidio del amante cuyo recuerdo la había atormentado por años, no le causa a ella sino indiferencia. Pero el contenido de la frase rebasa con mucho a quien la dice y la circunstancia en que la dice.
La afirmación no se refiere al manido mecanismo de olvidar los dolores vividos, como suele proponer el melodrama en todas sus manifestaciones, en especial en la literatura romántica, la música sentimental y las telenovelas. No se trata de volverse viejo y olvidadizo ni, lo que es peor, viejo y tonto por desfasado. La única cosa más ridícula que ser un viejo viviendo en el pasado, es ser un viejo que lo ha olvidado todo y se regodea en la gratuita y absurda amargura de ya no ser joven, fastidiando así a los hijos, a los nietos y a cuanto incauto se apiade de su siniestro egoísmo. Y cuando hablo de olvido no me refiero a enfermedades de moda como la de alzheimer ni a la demencia senil, sino a neurosis asumidas como realidades de una manera oportunista y ególatra.
Ponerse en paz con el pasado implica comprenderlo. Y comprenderlo significa aceptar que lo ocurrido fue producto de actos de los cuales somos enteramente responsables. El conflicto con el pasado brota de no aceptar que nos pertenece como responsabilidad y que sus desenlaces se debieron a actos de los cuales renegamos como absolutamente nuestros. La aceptación de la responsabilidad de los propios actos no sólo nos pone en paz con el pasado sino que nos ubica con plena conciencia en el presente y ante las puertas del futuro. Renegar del pasado (o añorarlo, que es una manera de no asumirlo como lo que verdaderamente fue) nos consume el tiempo presente y nos veda el acceso al futuro. La nostalgia como forma de vivir el presente no es sino una pérdida de tiempo. Y renegar de lo ocurrido no es sino la minuciosa construcción de un infierno personal que nos amarga el día y que nos niega la evolución.
La vejez puede implicar enfermedades e impedimentos que antes no se tenían, pero eso es parte del paso del tiempo y resulta bastante absurdo rebelarse contra lo inevitable en lugar de adaptarse a ello sin claudicar. El conflicto surge de no aceptar lo que es y de su sustitución voluntarista por lo que caprichosamente queremos que sea.
Cioran renegaba de la vejez con la irritación que le era característica cuando desmantelaba valores al uso y conductas hipócritas. Y tenía razón, pero sólo en tanto que la vejez tampoco es un estado de beatitud y dicha que se halla más allá de la condición humana. Esto sería como tomar por cierta la falsa idea de que todas las mujeres aman a sus hijos en todos los momentos de la existencia y no admitir que a menudo sienten ganas de colgarlos. El carácter supuestamente sagrado de la maternidad es tan insostenible como la beatitud de la vejez o el imparable ímpetu juvenil. La condición humana no existe fuera de su circunstancia material, y esta la determina siempre en última instancia.
Dejar de sufrir por el pasado es un estado al que se puede llegar antes de la vejez aunque no mucho antes. Es necesario que los años nos enseñen que la responsabilidad y la aceptación (no la sumisión) nos libera del infierno de la necedad. La anciana de Zweig acepta su pasado al relatarlo, y eso le permite decir la frase que hoy nos ha convocado.
Mario Roberto Morales
El Periódico de Guatemala
En su novela corta de 1929, Veinticuatro horas de la vida de una mujer, Stefan Zweig pone en boca de su anciana protagonista estas palabras: “La vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado”. En el relato, la frase brota de que el suicidio del amante cuyo recuerdo la había atormentado por años, no le causa a ella sino indiferencia. Pero el contenido de la frase rebasa con mucho a quien la dice y la circunstancia en que la dice.
La afirmación no se refiere al manido mecanismo de olvidar los dolores vividos, como suele proponer el melodrama en todas sus manifestaciones, en especial en la literatura romántica, la música sentimental y las telenovelas. No se trata de volverse viejo y olvidadizo ni, lo que es peor, viejo y tonto por desfasado. La única cosa más ridícula que ser un viejo viviendo en el pasado, es ser un viejo que lo ha olvidado todo y se regodea en la gratuita y absurda amargura de ya no ser joven, fastidiando así a los hijos, a los nietos y a cuanto incauto se apiade de su siniestro egoísmo. Y cuando hablo de olvido no me refiero a enfermedades de moda como la de alzheimer ni a la demencia senil, sino a neurosis asumidas como realidades de una manera oportunista y ególatra.
Ponerse en paz con el pasado implica comprenderlo. Y comprenderlo significa aceptar que lo ocurrido fue producto de actos de los cuales somos enteramente responsables. El conflicto con el pasado brota de no aceptar que nos pertenece como responsabilidad y que sus desenlaces se debieron a actos de los cuales renegamos como absolutamente nuestros. La aceptación de la responsabilidad de los propios actos no sólo nos pone en paz con el pasado sino que nos ubica con plena conciencia en el presente y ante las puertas del futuro. Renegar del pasado (o añorarlo, que es una manera de no asumirlo como lo que verdaderamente fue) nos consume el tiempo presente y nos veda el acceso al futuro. La nostalgia como forma de vivir el presente no es sino una pérdida de tiempo. Y renegar de lo ocurrido no es sino la minuciosa construcción de un infierno personal que nos amarga el día y que nos niega la evolución.
La vejez puede implicar enfermedades e impedimentos que antes no se tenían, pero eso es parte del paso del tiempo y resulta bastante absurdo rebelarse contra lo inevitable en lugar de adaptarse a ello sin claudicar. El conflicto surge de no aceptar lo que es y de su sustitución voluntarista por lo que caprichosamente queremos que sea.
Cioran renegaba de la vejez con la irritación que le era característica cuando desmantelaba valores al uso y conductas hipócritas. Y tenía razón, pero sólo en tanto que la vejez tampoco es un estado de beatitud y dicha que se halla más allá de la condición humana. Esto sería como tomar por cierta la falsa idea de que todas las mujeres aman a sus hijos en todos los momentos de la existencia y no admitir que a menudo sienten ganas de colgarlos. El carácter supuestamente sagrado de la maternidad es tan insostenible como la beatitud de la vejez o el imparable ímpetu juvenil. La condición humana no existe fuera de su circunstancia material, y esta la determina siempre en última instancia.
Dejar de sufrir por el pasado es un estado al que se puede llegar antes de la vejez aunque no mucho antes. Es necesario que los años nos enseñen que la responsabilidad y la aceptación (no la sumisión) nos libera del infierno de la necedad. La anciana de Zweig acepta su pasado al relatarlo, y eso le permite decir la frase que hoy nos ha convocado.
Mario Roberto Morales
El Periódico de Guatemala
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