Ocurre que la tasa de natalidad en España es cada vez menor y que los viejos españoles cada vez mostramos menos prisa por abandonar nuestra patria, que el clásico llamó «áspera y espléndida» y que ahora la están llamando a engaño. En vista de la gran duración de muchos contemporáneos, se están haciendo encuestas sobre cómo afrontar la vejez. El mejor sistema conocido es morirse antes, pero como eso sólo le pasa a los demás, hay que oír a los que prolongan su estancia terrestre.
Pues bien, el 74 por ciento de los preguntados que ya no pueden valerse por sí mismos querrían pasar los últimos días de su vida en su propia casa, pero lo malo es que esa casa ha dejado de ser propia. Los bancos, siempre atentos a sus necesidades, han puesto de moda la llamada hipoteca inversa y le pagan a los viejecitos mensualmente una cantidad para que no les falte nada hasta el momento en que les sobre todo. A condición, claro, de que el piso hipotecado les sea vendido por los herederos, restando los pagos hechos al difunto, si es que no quieren quedárselo y añadir el marrón al negro del luto.
El sabio Cicerón sabía poco de la vejez cuando escribió De senectute porque nunca llegó a viejo. Se lo cargaron antes. Más experiencia tuvo Norberto Bobbio cuando escribió su tratado del mismo título.
Dice Bobbio, parafraseando a Erasmo, que «quien alaba la vejez no la ha visto de cara». Comprobó el gran escritor italiano que la lentitud de la persona mayor es penosa para él y para la mirada ajena.
O sea, que los viejos dan lástima, salvo los que se creen que están mejor que nunca, que dan risa. Lo que tiene ese trayecto final de crisis de la esperanza es quizá lo peor, pero quizá sea más llevadero si lo dejan a uno en su casa todo el tiempo posible, hasta que sepa dónde está la cama. Aunque el colchón esté hipotecado también.
La VozDigital.es
Pues bien, el 74 por ciento de los preguntados que ya no pueden valerse por sí mismos querrían pasar los últimos días de su vida en su propia casa, pero lo malo es que esa casa ha dejado de ser propia. Los bancos, siempre atentos a sus necesidades, han puesto de moda la llamada hipoteca inversa y le pagan a los viejecitos mensualmente una cantidad para que no les falte nada hasta el momento en que les sobre todo. A condición, claro, de que el piso hipotecado les sea vendido por los herederos, restando los pagos hechos al difunto, si es que no quieren quedárselo y añadir el marrón al negro del luto.
El sabio Cicerón sabía poco de la vejez cuando escribió De senectute porque nunca llegó a viejo. Se lo cargaron antes. Más experiencia tuvo Norberto Bobbio cuando escribió su tratado del mismo título.
Dice Bobbio, parafraseando a Erasmo, que «quien alaba la vejez no la ha visto de cara». Comprobó el gran escritor italiano que la lentitud de la persona mayor es penosa para él y para la mirada ajena.
O sea, que los viejos dan lástima, salvo los que se creen que están mejor que nunca, que dan risa. Lo que tiene ese trayecto final de crisis de la esperanza es quizá lo peor, pero quizá sea más llevadero si lo dejan a uno en su casa todo el tiempo posible, hasta que sepa dónde está la cama. Aunque el colchón esté hipotecado también.
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