Se han ido en poco tiempo las tres, como si se hubieran puesto de acuerdo, como si ya lo hubieran vivido, sentido, sufrido y cantado todo. El pasado agosto nos dejaba La Chamana, casi un año después de que La Diva Descalzase fumara su último cigarro en Cabo Verde. Un poquito más de prisa, pero no mucha, se había dado La Negra en dejar este mundo. Las tres quisieron e insistieron explícitamente en descansar para siempre en los países que las vieron nacer o que las adoptaron de por vida, que les hicieron vivir la hambruna, el machismo y la marginalidad, que las expulsaron o rechazaron por ser libres o diferentes... Paradoja, al final las tres quisieron regresar a México, Cabo Verde y Argentina, países que pueden considerarse musicalmente sinónimos de tres nombres de mujer: Chavela Vargas, Cesária Évora y Mercedes Sosa.
Quizás no hay mucho más, ni nada nuevo que decir sobre la calidad de sus voces ni sobre el talento musical que las acompañó hasta el final, porque estos son aspectos de sobra conocidos y compartidos por todo aquel que tenga un mínimo de sensibilidad o gusto por lo musical. Pero sí que llaman la atención ciertos paralelismos entre estas tres mujeres, que vienen condicionados, en mi opinión, por dos causas claras: ser mujeres y haber nacido en ambientes modestos o más que modestos de países condicionados por la pobreza y, aliado indiscutible de ésta última, el machismo.
Empecemos por el principio. De origen más o menos humilde, ninguna de las tres tenía una formación sólida académica ni mucho menos musical. Mientras que La Reina de la Morna (Cesária) era internada en un orfanato a los siete años, donde las monjas le enseñaron a cocinar, planchar y tejer; la Vargas no superó el quinto grado de primaria y desde muy joven estuvo trabajando en el campo de su Costa Rica natal antes de marcharse a México para servir en casas y cantar en las tabernas de D.F. Menos disfuncional parece que fue la infancia de Mercedes Sosa, pese a que sus padres la llevaban a ella y a sus hermanos al parque a la hora de la cena para que no les llegase el olor a comida de las casas del vecindario, pues muchos días no tenían nada que ponerles en la mesa.
Podría pensarse que en las tres esa falta de formación y respaldo económico y social por parte de las familias pudo haber sido suplido por ciertos encantos femeninos que se presumen en toda cantante-artista, lo que habría explicado fácilmente que las tres damas se hicieran un sitio en el mundo de la canción. Pues nada más lejos de la realidad. Sus voces graves, potentes y penetrantes salían de unos físicos presentados al público, considero que con una intención explícita por parte de ellas, de forma no especialmente atractiva a los ojos del machismo.
Si no había ni formación, ni cuna, ni “encanto femenino”… ¿Un marido, una pareja que las guiara, que tuviera influencias, que les diera estabilidad emocional y fortaleza para abrirse camino? La respuesta sigue siendo negativa: dos de ellas fueron abandonadas por una o varias parejas y la tercera era abiertamente homosexual. Dejó escrito Chavela Vargas que “lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fuera una peste”. A lo mejor precisamente por ello y por unas cuantas cosas más, no le abrieron las puertas del Teatro de Bellas Artes de Ciudad de México hasta que no hubo llenado el Olympia de París antes, ya peinando muchas canas. Quizás también por ello, quién sabe, nunca se la vio llorar porque, según explicaba ella misma, “lloraba para adentro”.
El aplauso generalizado y el triunfo internacional también le vinieron a Cesária Évora en la madurez. No salió de Cabo Verde hasta los 47 años, edad a la que empezó a grabar discos en Lisboa y París y a ser conocida a escala internacional. Lo anterior en su vida parece que fue más que duro. Al igual que la Vargas tuvo que luchar durante muchos años contra el alcohol. En este caso el compañero de angustias no era el tequila, sino el grog (aguardiente caboverdiano), que la tuvo en una depresión constante y alejada de la música durante diez años.
La Voz de América, como era conocida Mercedes Sosa, también pasó sus horas bajas. En este caso no fue el alcohol, pero contó que necesitó fumar hasta cuatro paquetes de cigarrillos diarios durante mucho tiempo, quizás, podría ser, para sobrellevar el exilio forzado de la Argentina durante casi diez años, el abandono de su primer marido o la muerte del segundo. Quién sabe, hay donde elegir.
La cuestión es que las tres eran mujeres y las tres tuvieron una vida dura, un cantar inimitable y el don para conmover las almas no sólo por el contenido de lo que cantaban sino, sobre todo, por cómo lo cantaban. Quizás por ello, cuando se subían a un escenario no eran especialmente expresivas ni con el cuerpo ni con la cara. Todo lo expresaban con una voz que venía de muy adentro. Me viene a la cabeza que ellas también sufrían o habían sufrido aquello que contaban en las canciones y que incluso lo único que las diferenciaba de muchas de las mujeres de su época y de su pueblo, de su calle, era esa capacidad de comunicar a través de la música, de esa voz penetrante. Tenían la cualidad de poner voz al sentimiento de muchas otras mujeres, no había nada de artificio, ningún papel que interpretar.
Porque a lo mejor para triunfar cuando se es pobre y a la vez mujer hay que tener una fortaleza especial, una capacidad de supervivencia gracias a la que, aunque la vida te lleve a lo hondo, se pueda resurgir con más fuerza, da igual si es pasados los cincuenta. Una capacidad de la que las tres hicieron gala de manera constante, cada una a su estilo pero, es curioso, siempre agarrándose a sus raíces, a la esencia de sus culturas. Las tres cantaron música tradicional de sus respectivos países para reivindicar y reivindicarse, y con ella supieron encandilar tanto a paisanos como a la vanguardia occidental, al público del Norte. Nunca la morga caboverdiana, que en la voz de Cezi hablaba de nostalgia, política, inmigración y de todas esas cosas que habían perdido los emigrantes de las islas, había merecido la medalla de la Legión de Honor francesa. Nunca tampoco las rancheras de José Alfredo habían sido merecedoras del triunfo internacional que la Vargas les otorgó ataviada con un poncho y ese dramatismo hierático.
Respecto a Mercedes Sosa, sí que es cierto que han existido más figuras de artistas comprometidos contra regímenes totalitarios, pero la fuerza y la sensación de unidad que esta gran mujer en todos los sentidos dio a varias generaciones de argentinos y argentinas creo que es difícil de superar. Comunista convencida, no perdió tampoco la ocasión para reivindicar la igualdad de género entre sus compañeros: “Siempre es la mujer la que más sufre los problemas del mundo. Las mujeres siempre hemos ayudado a las causas de los hombres, pero al revés también es necesario, y eso casi nunca ocurre”.
Triunfaron pero no se traicionaron y por eso se sentían libres: “La pobreza siempre ha sido una cosa irreal para ustedes”, decía Cesária en su canción “Tudo tem se limite”, dirigiéndose claramente a los países más ricos, “de manera que, ¿qué derecho tienen a juzgar la situación de nuestro país?” Y lo cantaba allí donde fuera y además lo hacía descalza. Salía sin calzado siempre al escenario, dicen que para no olvidar cómo los portugueses durante la época de la colonia prohibían caminar a los caboverdianos por las aceras si no iban calzados.
Y como la música expresa mejor que las palabras, todo lo dicho queda resumido en tres canciones, tres gritos de guerra: “Como la cigarra”, “Sodade” y “Macorina”. Da igual el orden pero, eso sí, para escucharlas deberíamos acompañarnos de un traguito de tequila o de grog y, por qué no, de un cigarrito. Descansen en paz.
Pueblos
Isabel Duque Colmenero, colaboradora de Pueblos – Revista de Información y Debate, es periodista y profesora de música en Educación Secundaria Obligatoria (ESO).
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