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Marcel Marceau

Hoy aprovecho este largo trayecto en autobús -lleno de voces, de confesiones de novios, de luces nocturnas que centellean--, para hablar, para recordar aquellas pocas veces que logré verlo, para tratar de buscar en mi pasado, o de buscar en mi nostalgia.

Mi intención no es solamente recordar el lugar, o la circunstancia precisa, o de quien iba acompañado, sino encontrar ese inmóvil temblor de estomago, esa visión lenta, hermosa e irrepetible que eran las presentaciones de Marcel Marceau. Sólo dos veces tuve la oportunidad de verlo. La última vez fue en un pequeño teatro donde por descuido de un acomodador tuvimos filas centrales y a metros de distancia. Casi palpe su respiración y casi vi desgajarse a rasguños su máscara blanca.

Recuerdo que aquella tarde nos deleitó con su famosa pieza "niñez, juventud, madurez y vejez", y eso fue, lo digo ahora de modo frío y objetivo, una de las cosas más hermosas y más rebosantes de sensibilidad que he visto en mi vida. Eso ocurrió hace ya más de diez años en Nueva York. Entonces yo vivía entre esas calles y nos sentíamos jóvenes, y nos sabíamos vitales y teníamos ganas de comernos el mundo. Ignoro ahora como supimos que el gran mimo francés estaba en la ciudad, pero el caso es que nos apuramos para ir a un teatro pequeño en la parte alta de esa isla, rodeado de árboles dorados en el otoño neoyorkino, un otoño en esa ciudad que es una memorable celebración, porque en ese entonces Nueva York era una fiesta a pesar de Gulliani, y las tardes pasaban lentas entre esas caminatas magnificas por el rumbo del Bowery. Esa tarde, entre toda la festividad estaba Marcel Marceau y, aunque íbamos corriendo y apurados, todavía hubo tiempo de comer un pretzel en alguna esquina, porque sus trocitos de sal y pan caliente son simplemente eso: la Gran Manzana en otoño.

Y todavía estábamos dando cuenta del último trozo cuando apareció Marcel en escena y se detuvo el tiempo. Con un fondo de cortina negra, su cara era fantasmal en apariencia, se tornaba como una de esas pestañas largas que quieren gritar, o que quieren llorar, o que quieren tonarse trágicas, y dentro de sí esa cara blanca era una máscara multiforme de arrugas tristes, carcomidas, horadadas por el tiempo, más humana que cualquier alma hecha girones en las zarzas agudas.

La flaca silueta de Marcel podía hacer cosas fantásticas, siendo capaz de que, al separar frágilmente los dedos de manera taciturna, nuestro detenido respirar por algún milagro supiera de lo que él estaba hablando. Así se sucedieron las múltiples pequeñas viñetas de su espectáculo, hasta que uno de sus ayudantes -también un mimo, y también con caminar pausado y pintoresco-apareció con una pequeña cartulina a presentar la escena referida de la niñez y de la vejez, la cual básicamente intenta, tal como su nombre lo indica, representar a través del arte mímico el fluir vivencial, los cambios, el paso de la niñez a la juventud, los estados de ánimo y las fuerzas que durante todo este largo camino de la vida se hacen presentes. Esa noche Marcel lo hizo de una forma espeluznante.

Cuántas veces habrá ejecutado esa pieza? Cuántas veces se habrá muerto Marcel en el escenario? Lo ignoro. Lo cierto es que en esa ocasión lo vimos aparecer al centro de la escena, lo vimos agacharse y comenzar a nacer, lo vimos poco a poco comenzar a caminar, obtener seguridad y fuerza con sus brazos que eran como dos alas magnificas, y lo vimos en la cúspide de los gestos antes de lanzarse a un vacío inquiétate y transitar de la vejez a la muerte en agónica ternura y tenue luz que lentamente se apaga. Recuerdo que desde mi asiento apenas estuve a punto de contener las lágrimas. Los breves minutos de Marcel Marceau estarán siempre tatuados en mi memoria. Su famosa idea, de que el silencio carecía de límites, y que los limites los ponía la palabra, tuvo entonces más significado que nunca.

Ernesto Ramos Cobo
ramoscobo@hotmail.com

Fuente: El Siglo de Durango

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