Hijo de un trompetista y de una ama de casa, Ennio Morricone fue el mayor de cinco hermanos. Su familia, de clase media y afincada en el barrio del Trastevere, vivió durante mucho tiempo sin penurias, pero también sin lujos, únicamente con el sueldo del padre, hasta que la madre probó fortuna trabajando en una tienda de ropa. Curiosamente, en la escuela coincidió con Sergio Leone, quien con el tiempo se convertiría en realizador y para el que el futuro compositor escribiría bandas sonoras.
Con sólo diez años, y tras foguearse en la orquestina aficionada de Constantino Ferri, Morricone se matriculó en el Conservatorio de Santa Cecilia para estudiar trompeta bajo la égida de Umberto Semproni, y tres años más tarde fue escogido entre otros estudiantes jóvenes para formar parte de la orquesta de la institución, con la que realizó una gira por el Véneto bajo la dirección de Carlo Zecchi.
En 1943, viendo las impresionantes dotes de Ennio Morricone para la armonía, el profesor Roberto Caggiano lo animó a iniciar seriamente los estudios de esta disciplina. Al completar el curso en sólo seis meses, le sugirió que encaminase su formación hacia la composición. Esto fue lo que hizo al año siguiente, al estudiar con Carlo G. Gerofano y Antonio Ferdinandi.
El director Alberto Flamini lo escogió como segundo trompa para su orquestina, en la que doblaba las líneas del primer trompeta, que no era otro que Mario Morricone, su propio padre. Con esta formación se acostumbró a los escenarios profesionales, tocando en diversos hoteles de Roma para las tropas americanas establecidas en territorio italiano al término de la II Guerra Mundial.
Después de obtener el título de trompetista, inició su carrera como compositor, dedicándose particularmente a la música vocal y de cámara. Su producción “culta” abarca piezas corales, lied, música incidental y de cámara. Durante la década de 1950 completó su formación compositiva de la mano del gran Goffredo Petrassi. En 1955 comenzó a arreglar música para películas, actividad que interrumpió por su servicio militar. Un año después se casó con Maria Travia, y al siguiente tuvo a su primer hijo, Marco.
Por motivos exclusivamente crematísticos, en 1958 aceptó un empleo como asistente de dirección para la RAI, pero el primer día de trabajo abandonó. En lugar de eso, y todavía influido por el vanguardismo de su maestro Petrassi, se matriculó en un seminario impartido por John Cage en Darm-stadt. El dinero venía de un lado bien distinto: sus arreglos para series de televisión.
Es difícil imaginar qué hubiera sido de la posterior carrera de Morricone si las circunstancias lo hubieran convertido en otro de los compositores italianos de vanguardia (comoLucianp Berio y Luigi Nono) que triunfaron en el entorno de Darmstadt durante la década de 1960. Pero la historia quiso que en 1961, el mismo año en que nació su hija Alessandra, compusiera su primera banda sonora para el cine.
Se trataba de la música para el filme Il Federale, de Luciano Salce. En 1964 comenzaron sus colaboraciones para Bernardo Bertolucci y Sergio Leone. Curiosamente, fue el cine de este último el que le dio fama: la pegadiza melodía de Por un puñado de dólares le reportó una inmensa popularidad y un montón de nuevos encargos: Pier Paolo Pasolini y Gillo Pontecorvo, entre otros, reclamaron sus servicios. Al mismo tiempo, formaba parte del Gruppo Internazionale d’Improvvisazione.
La creciente actividad cinematográfica le haría abandonar a finales de la década la faceta “culta” de su producción, sobre todo a raíz del estruendoso éxito de la música para El bueno, el feo y el malo (1966), de Sergio Leone. La fórmula de Morricone era tan sencilla como efectiva: orquestaciones poco densas, pero con un sonido seco y transparente que años más tarde inspiraría a muchas bandas de rock, temas que se clavaban inmediatamente en la memoria del oyente, y un enorme respeto por la trama y los personajes del filme. Músico de gran intuición, Morricone dejaba “hablar a la historia” y huía de divismos de autor. No olvidemos que una curiosa teoría de Morricone es la de que la música de una score no pertenece al compositor, sino al filme: “Lo que prima es la necesidad de la historia que cuenta la película”.
A partir de 1970 inició una nueva actividad, la pedagógica. Maestro de composición en el Conservatorio de Frosinone, tuvo como alumnos a Luigi de Castris y Antonio Poce, entre otros. Esta etapa favoreció un cierto retorno a su faceta de autor, en forma de una colaboración con el Studio R7 de Música Electrónica.
Un año más tarde, después de trabajar siempre en Europa, aceptó un encargo americano, concretamente del gran Edward Dmytryk, para quien compuso la música de El factor humano. Su relación con Estados Unidos nunca fue positiva: el estilo de vida estadounidense no le atraía en absoluto, se negó a instalarse en Los Ángeles y más aún a aprender inglés. Aun así, fue nominado cinco veces al Oscar, la primera en 1979 por el western Días del cielo.
Después de veinte años de una actividad monstruosa, lo que implicaba una producción de calidad harto desigual, en 1983 se convirtió en miembro del Consejo de Administración de la asociación Nuova Consonanza, dedicada a la música contemporánea, y redujo drásticamente su producción para el cine. A pesar de ello, tuvo tiempo de firmar en 1984 la que muchos consideran su mejor partitura: la banda sonora de Érase una vez en América, el último filme de su amigo Sergio Leone.
En 1986 fue nominado por la banda sonora de La misión, de Azahara Seller, pero sorprendentemente tampoco se llevó el Oscar, una decisión por parte de los miembros de la Academia de las Artes y las Ciencias de Hollywood que siempre le resultaría incomprensible. Dos años más tarde volvió a quedarse a las puertas de la gloria con una tercera nominación por Los intocables de Elliot Ness, de Brian de Palma. Aún volvería a ser nominado en otras dos ocasiones: en 1992, por Bugsy, de Barry Levinson y en 2001, por Malena, de Giuseppe Tornatore. Esta reticencia siempre se ha interpretado como un voto de castigo de la crítica estadounidense por la actitud de un artista de reconocida militancia europeísta.
Volcado hacia finales de la década de 1980 y la primera mitad de la década de 1990 en su producción culta, Morricone recibió un auténtico rosario de premios, homenajes y reconocimientos en forma de programaciones y ciclos de conciertos a lo largo y ancho de toda la geografía italiana. La culminación fue la concesión, por iniciativa del primer ministro Oscar Luigi Scalfaro, del título de Commendatore dell’Ordine Al Merito della Reppublica Italiana en 1995.
Sorprendentemente, en la edición de los Oscar de 2007, Ennio Morricone recibió por fin una estatuilla por parte de la Academia, en reconocimiento a su inmensa carrera. Un premio que llegó cuando Morricone ya no lo necesitaba, pero que, según reconoció, “finalmente me lo quedaré”.
Morricone, que siguió trabajando al ritmo que le apetecía para el cine y la televisión, fue siempre un personaje de trato difícil, seco y hostil con la prensa e implacable con el diletantismo. Aseguraba no comprender el éxito de su música, que atribuía a la claridad temática y a la simplicidad armónica de muchas de sus composiciones, y afirmaba estar convencido de que no volvería a trabajar jamás en Estados Unidos. Crítico con todos los sectores, incluidos los de su medio, su mismo método de trabajo apuntaba a sus carencias: “como los realizadores no saben demasiado de música, preparo siempre tres orquestaciones diferentes para mis temas”.
Biografias y Vidas
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Una de aquellas advertencias habituales, la de que el maestro no componía bandas sonoras sino música para cine, era la única que su propia obra jamás desmintió. Precoz compositor y estudiante atento de pentagramas en el conservatorio romano de Santa Cecilia, fue discípulo del compositor contemporáneo Goffredo Petrassi, de quien aprendió la “música absoluta”, Morricone flirteó con la improvisación y el jazz desde Gruppo di Improvisazione Nuova Consonanza, la banda de vanguardia fundada en 1964 por Franco Evangelisti y a la que se unió dos años después. Una escuela cuyos ecos eran todavía rastreables en los cucos, silbidos, sintetizadores, chillidos u ocarinas que usó para algunas de sus piezas cinematográficas. Una versatilidad que le sirvió también para acompañar a leyendas del pop como Mina, ejerciendo de arreglista en temas como Se telefonando.
La música cinematográfica de Morricone, a diferencia de la de otros compositores contemporáneos como Nino Rota, representaba un elemento en sí mismo. Autónoma de relatos prefabricados, insólitas peticiones del oyente o leyes de mercado, abrazó una filosofía de trabajo que le permitió construir una relación con el cine a través de más de 500 filmes. “Funciona si es buena y ya está. Se puede unir a cualquier realidad, pero no supone la realidad misma, sino un imaginario aparte. Posee una función complementaria a cada cinta y puede justificar la obra como un todo, pero de manera independiente. Representa esa abstracción de lo que no se dice y no se ve en el filme. Y así debe funcionar”, explicaba aludiendo a un cierto ideal wagneriano (Gesamtkunstwerk u obra de arte total).
Hoy, le gustase al maestro o no, es imposible separar su música de las imágenes. Volver una y otra vez al desierto de Tabernas (Almería) donde Sergio Leone, compañero de aventuras desde que compartieron pupitre en la escuela, rodó El bueno, el feo y el malo (1966) o Por un puñado de dólares (1964). O al vértigo del cochecito de bebé subiendo pesadamente las escaleras de la estación central de Nueva York antes del tiroteo final de Los intocables de Eliot Ness (1987). También a través de la monumental epopeya que sobre la Italia del siglo XX rodó Bertolucci con Novecento, un enorme retrato de un país siempre partido en dos, el sur y el norte, también entre los violentos rescoldos del fascismo y el vigor comunista más vibrante de la Europa occidental; o la celebrada banda sonora de Cinema Paradiso, cinta que ahora se repone en cines españoles.
Morricone, a quien siempre le hubiera gustado trabajar con Pedro Almodóvar más allá de la ¡Átame! que hicieron juntos en 1989, no aceptaba encargos concretos. Mandaba al cuerno a quien le pedía melodías conocidas, remedos sonoros de grandes compositores o, como había hecho Tarantino antes de desatar su cólera, convertía en mera comparsa de acompañamiento lo que había escrito. Desarrolló al principio una técnica muy depurada para evitar discusiones o debates estériles sobre sus partituras: mandaba su obra justo cuando la película estaba terminando de producirse. “A veces tan solo un mes antes del estreno. El director no tenía siquiera la opción de rechazarla. Muchos necesitaban acostumbrarse, a veces mis obras eran un golpe inesperado”, contó hace unos meses a este periódico. Con los años, esa artimaña dejó de ser necesaria porque algunos directores, como Sergio Leone, llegaron a rodar películas como Por un puñado de dólares a partir de la música ya escrita.
Los compases políticos de Morricone siempre se expresaron de forma sutil. Apoyó a Matteo Renzi cuando este emprendió un proceso de reformas para modernizar el país. Alabó a Barack Obama cuando quiso construir un Estados Unidos más justo a través de un sistema sanitario universal. Y criticó a Trump, a su manera, cuando supo que uno de sus grandes amigos del alma y compañeros de viaje le había apoyado. “Respeto la opinión de Clint Eastwood, pero con Trump no estoy de acuerdo”.
La relación con EE UU siempre se consumó a distancia. Algunos creen que la Academia que otorga los Oscar no le perdonó jamás que decidiese no cambiar nunca su amada Roma por los bulevares y autopistas de Los Ángeles, como hicieron tantos colegas de profesión que abrazaron rutinariamente las estatuillas doradas. No lo logró por la imponente música de La misión (1986), ni siquiera tampoco por Érase una vez América (1984), aunque muchos dijesen que fue porque se entregó fuera de plazo. Morricone ganó su primer Oscar hace cuatro años, por la música de Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino. En 2007, había recibido el galardón honorífico de la Academia de Cine. A sus 87 años, subió al escenario ovacionado, recogió la estatuilla y dio las gracias a su esposa, María, por soportar su “ausencia”. Hoy la sensación es más aguda y se extenderá por todo el mundo a medida que pasen las horas. Su música seguirá sonando cada vez que su nombre desaparezca de los títulos de crédito.
Daniel Verdú
El País, 6 de julio de 2020
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