Ahora comprendo que la vejez es de algún modo el miedo a cruzar la frontera que nos devuelve a la inocencia. Pasan los años y nos hacemos esclavos de la opinión ajena. Perdemos esa intensa rebeldía que nos hace sentir capaces de mandar al diablo todo y no morir en el intento.
Con Patty solíamos entrar a las tiendas y hacer travesuras para reír como locos. Éramos adolescentes y transgredir la norma era la autoafirmación más vital y emocionante. No sentíamos culpa a pesar de escandalizar a más de uno relatándole nuestras aventuras.
Pasó el tiempo y otros amores – como a todo el mundo – me regalaron inmensos momentos de dicha, pero a veces extraño esa época donde nos importaba poco lo que los demás pensaran.
Llegado el día cuando lo más incómodo es que te pregunten la edad, intenté volver a esos días so pretexto de la celebración. Después de tanta insistencia, mi fiel y encantadora amiga accedió a ser mi “regalo” y recobrar la inocencia.No relataré lo que sucedió, pero hubo mucho más infantil juego y ternura que pasión. La trasgresión fue lo que nos devolvió mucho de la libertad y del brío que dormía esperando una ocasión.
Ahora comprendo que la vejez es de algún modo el miedo a cruzar la frontera que nos devuelve a la inocencia. Pasan los años y nos hacemos esclavos de la opinión ajena. Perdemos esa intensa rebeldía que nos hace sentir capaces de mandar al diablo todo y no morir en el intento. Ser adulto es actuar de acuerdo a los imperativos de la conveniencia social y el decoro, pero al mismo tiempo es deshumanizarnos. Si gritamos o saltamos en medio de la calle nos dicen locos y nos lo creemos. Los niños son libres e inocentes porque aún no han sido contaminados por el “que dirán” y me pregunto ¿NO ES REGOCIJABLE DEJAR LA MÁSCARA DE LA ADULTEZ, SIQUIERA UN DÍA, Y REGALARNOS AQUELLO QUE EL MORALISMO REPRIME?
Actualizado por: Billy Crisanto Seminario
piuravirtual.com
Con Patty solíamos entrar a las tiendas y hacer travesuras para reír como locos. Éramos adolescentes y transgredir la norma era la autoafirmación más vital y emocionante. No sentíamos culpa a pesar de escandalizar a más de uno relatándole nuestras aventuras.
Pasó el tiempo y otros amores – como a todo el mundo – me regalaron inmensos momentos de dicha, pero a veces extraño esa época donde nos importaba poco lo que los demás pensaran.
Llegado el día cuando lo más incómodo es que te pregunten la edad, intenté volver a esos días so pretexto de la celebración. Después de tanta insistencia, mi fiel y encantadora amiga accedió a ser mi “regalo” y recobrar la inocencia.No relataré lo que sucedió, pero hubo mucho más infantil juego y ternura que pasión. La trasgresión fue lo que nos devolvió mucho de la libertad y del brío que dormía esperando una ocasión.
Ahora comprendo que la vejez es de algún modo el miedo a cruzar la frontera que nos devuelve a la inocencia. Pasan los años y nos hacemos esclavos de la opinión ajena. Perdemos esa intensa rebeldía que nos hace sentir capaces de mandar al diablo todo y no morir en el intento. Ser adulto es actuar de acuerdo a los imperativos de la conveniencia social y el decoro, pero al mismo tiempo es deshumanizarnos. Si gritamos o saltamos en medio de la calle nos dicen locos y nos lo creemos. Los niños son libres e inocentes porque aún no han sido contaminados por el “que dirán” y me pregunto ¿NO ES REGOCIJABLE DEJAR LA MÁSCARA DE LA ADULTEZ, SIQUIERA UN DÍA, Y REGALARNOS AQUELLO QUE EL MORALISMO REPRIME?
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