MARÍA DOLORES ROJO LÓPEZ
UNO SE PREGUNTA a veces cuándo es el momento en el que debe considerarse viejo. Los medios de comunicación no nos lo ponen fácil. Es frecuente leer o escuchar alusiones a la ancianidad para referirse a hombres y mujeres que rondan los 60.
La llegada del otoño nos recuerda que las hojas caen de nuevo y que el esplendor de las estaciones de luz declina para dar paso al ocaso del bullicio y el calor estival. La vida vuelve a recorrer los ciclos permanentes de ida y vuelta que parecen siempre idénticos, sin embargo el tiempo cronológico marca en el reloj de cada uno, su tránsito. Es obvio que nuestra cultura idealiza la juventud. Lo viejo es feo, no sirve, se tira.
Hemos de tener cuidado de no desprendernos de lo que verdaderamente mantiene los pilares de la existencia a favor de lo novedoso y efímero. A medida que el futuro se marchita, el pasado se revaloriza. Sin embargo, no es prudente mirar atrás con excesiva insistencia; todo lo anterior fue sólo una manera más o menos buena de llegar hasta ahora y hasta aquí. La veneración gratuita de una edad es una tontería. Nunca hemos de tener un sentido particularmente romántico de la juventud. Una persona o es interesante a cualquier edad o no lo es nunca. Llegar a la denominada tercera edad, en un orden establecido no sabemos en base a qué criterio y que parece terminar en ella, es todo un logro y hasta una conquista. Nadie se prepara para envejecer bien y sin embargo hay quien lo consigue prodigiosamente. Otros, confunden la entrada en esta fase imprecisa de la vida con avasallar al resto, en el ejercicio preponderante de unos derechos que parecen estar reservados en exclusividad para dicha condición.
La frase «estoy de vuelta» apunta, sin duda, al conocimiento que proporciona la experiencia propia ante el fracaso ajeno, apoyándonos en ese camino de doble sentido ya recorrido con las heridas curadas. Aludimos a una sabiduría que el tiempo deja en nosotros como si con esta visión desde lo alto pudiésemos garantizar la eficacia del comportamiento en nuestra edad y como si las equivocaciones debiesen pasar de largo ante nosotros por ello. Por desgracia no es así tampoco. Seguimos equivocándonos asombrosamente incluso estando de vuelta de la maratoniana vida o llegando a su meta final.
Como en la adolescencia, la vejez nos distancia del exterior y nos conduce a un cierto exilio íntimo donde el ímpetu y el entusiasmo de la juventud se van convirtiendo en reflexión, ponderación y serenidad, en ningún modo indiferencia, construidas con esfuerzo y obligación con la intención de dejar de ser novatos sin castigo.
Las arrugas del corazón siempre son las más difíciles de planchar, por lo demás la vida siempre es hoy. Ésta, en efecto, transcurre desde la esperanza hasta el recuerdo pero para que la memoria no sea solamente la sombra de ella es preciso que sea capaz de habernos hecho crecer por dentro mientras logramos juzgar sin prejuzgar y sentir sin presentir. No debemos tener facturas pendientes con el pasado porque en realidad, aquello que no hicimos será lo que más nos atormente o lo que no vivimos se convertirá en nuestro mayor reproche.
Carpe diem, ordenaba Horacio. Aprovecha el día. Disfruta del ahora porque más pronto de lo deseable, anochecerá. Posiblemente el tiempo sea una trampa, una especie de red inexistente que nos envuelva en un bucle perpetuo por el que nos dejamos caer desde el nacimiento hasta la muerte. Pero esta categoría humanizada de secuencias compartimentadas, que en la juventud nos acompaña ávida de ser gastada con rapidez, en la vejez nos amenaza con la urgencia de su huída para llevarnos en ella. Poseemos la juventud en un plazo demasiado corto que añoramos el resto de la vida. Lo que podemos rescatar de ese período es la disposición ante lo que queda: la intrepidez, la permanente curiosidad, el gusto por el riesgo, el pensar y no sólo estar, el hacer y no sólo pensar, el querer y no solo dejar¿no vale refugiarse en los rincones donde nos invadan la inacción o el desánimo. Hay que agarrar cada instante y elegir cuanto ofrezca. No podemos separarnos de la vida y esperar a un lado su término. Hay que abrazarse a ella con fuerza, sin tristezas del pasado que retomen forma de compañeros fantasmas persistentemente a nuestro lado, sin temor por un futuro etéreo e inexistente siempre en el ahora, sin cobardía, sin pereza y sin sensatez (aun tenemos tiempo de ser insensatos y sentirnos carnal y lucidamente vivos).
Agarrarnos con el afán de disipar las sombras y el pesimismo y si podemos, cuando podamos, ser felices. La edad nada tiene que ver con dejar de sentir.
Las pasiones deben estar presentes en esta etapa otoñal sin miedo a que el caos desordene lo que parece serenamente pautado hacia el final. Lo peor no es abandonarlo todo antes de que ello nos abandone, sino acostumbrarnos a que el abandono sea permanente. Mientras sigamos teniendo vida podemos reconvertir el entusiasmo en nuestro beneficio.
La pérdida de las pasiones, en cualquier ámbito que nos asalten, lleva a una comodidad mortecina que mata silenciosamente. Si en la juventud nos ayudaron a descubrir, de mayores nos sirven para continuar. En realidad, siempre tienen una virtud última: nunca nos dejan indiferentes, ni antes ni después. Debemos hacer una síntesis de los estados contradictorios del espíritu que mantienen el entusiasmo o aceleran la tristeza: el optimismo y el pesimismo.
Seamos pesimistas por inteligencia y optimistas por la voluntad. No rechacemos nada de lo que nos llegue en ambos sentidos, pero seamos voluntariosos para ser felices.
El tiempo, manantial que brota o sumidero que arrastra, es vivido desde el interior como posibilidad o como condena. Cada uno orienta de una forma diferente su ración de brevedad. Elegir inteligentemente es una opción capaz de sacudirnos la pereza demoledora que se va instalando en nuestras intenciones al final de cada etapa. El secreto está en la acción pero sobre todo en aquella que elegimos como deseable a pesar de tener la condición de obligatoria, en cualquier momento. El aburrimiento es una enfermedad del alma que mata al cuerpo absorbiéndolo todo; un gusano que nos devora anticipando la nada. Estamos hechos y deshechos a semejanza del tiempo por eso quien lo pierde, se pierde; quien lo mata, se mata; quien lo ahorra se guarda e incluso se malgasta, pero quien realmente se identifica sin protestas ni reproches ante su capricho fugaz, es capaz de vivir intensamente por encima de todo lo demás, hasta de su propia edad.
Diario de León
UNO SE PREGUNTA a veces cuándo es el momento en el que debe considerarse viejo. Los medios de comunicación no nos lo ponen fácil. Es frecuente leer o escuchar alusiones a la ancianidad para referirse a hombres y mujeres que rondan los 60.
La llegada del otoño nos recuerda que las hojas caen de nuevo y que el esplendor de las estaciones de luz declina para dar paso al ocaso del bullicio y el calor estival. La vida vuelve a recorrer los ciclos permanentes de ida y vuelta que parecen siempre idénticos, sin embargo el tiempo cronológico marca en el reloj de cada uno, su tránsito. Es obvio que nuestra cultura idealiza la juventud. Lo viejo es feo, no sirve, se tira.
Hemos de tener cuidado de no desprendernos de lo que verdaderamente mantiene los pilares de la existencia a favor de lo novedoso y efímero. A medida que el futuro se marchita, el pasado se revaloriza. Sin embargo, no es prudente mirar atrás con excesiva insistencia; todo lo anterior fue sólo una manera más o menos buena de llegar hasta ahora y hasta aquí. La veneración gratuita de una edad es una tontería. Nunca hemos de tener un sentido particularmente romántico de la juventud. Una persona o es interesante a cualquier edad o no lo es nunca. Llegar a la denominada tercera edad, en un orden establecido no sabemos en base a qué criterio y que parece terminar en ella, es todo un logro y hasta una conquista. Nadie se prepara para envejecer bien y sin embargo hay quien lo consigue prodigiosamente. Otros, confunden la entrada en esta fase imprecisa de la vida con avasallar al resto, en el ejercicio preponderante de unos derechos que parecen estar reservados en exclusividad para dicha condición.
La frase «estoy de vuelta» apunta, sin duda, al conocimiento que proporciona la experiencia propia ante el fracaso ajeno, apoyándonos en ese camino de doble sentido ya recorrido con las heridas curadas. Aludimos a una sabiduría que el tiempo deja en nosotros como si con esta visión desde lo alto pudiésemos garantizar la eficacia del comportamiento en nuestra edad y como si las equivocaciones debiesen pasar de largo ante nosotros por ello. Por desgracia no es así tampoco. Seguimos equivocándonos asombrosamente incluso estando de vuelta de la maratoniana vida o llegando a su meta final.
Como en la adolescencia, la vejez nos distancia del exterior y nos conduce a un cierto exilio íntimo donde el ímpetu y el entusiasmo de la juventud se van convirtiendo en reflexión, ponderación y serenidad, en ningún modo indiferencia, construidas con esfuerzo y obligación con la intención de dejar de ser novatos sin castigo.
Las arrugas del corazón siempre son las más difíciles de planchar, por lo demás la vida siempre es hoy. Ésta, en efecto, transcurre desde la esperanza hasta el recuerdo pero para que la memoria no sea solamente la sombra de ella es preciso que sea capaz de habernos hecho crecer por dentro mientras logramos juzgar sin prejuzgar y sentir sin presentir. No debemos tener facturas pendientes con el pasado porque en realidad, aquello que no hicimos será lo que más nos atormente o lo que no vivimos se convertirá en nuestro mayor reproche.
Carpe diem, ordenaba Horacio. Aprovecha el día. Disfruta del ahora porque más pronto de lo deseable, anochecerá. Posiblemente el tiempo sea una trampa, una especie de red inexistente que nos envuelva en un bucle perpetuo por el que nos dejamos caer desde el nacimiento hasta la muerte. Pero esta categoría humanizada de secuencias compartimentadas, que en la juventud nos acompaña ávida de ser gastada con rapidez, en la vejez nos amenaza con la urgencia de su huída para llevarnos en ella. Poseemos la juventud en un plazo demasiado corto que añoramos el resto de la vida. Lo que podemos rescatar de ese período es la disposición ante lo que queda: la intrepidez, la permanente curiosidad, el gusto por el riesgo, el pensar y no sólo estar, el hacer y no sólo pensar, el querer y no solo dejar¿no vale refugiarse en los rincones donde nos invadan la inacción o el desánimo. Hay que agarrar cada instante y elegir cuanto ofrezca. No podemos separarnos de la vida y esperar a un lado su término. Hay que abrazarse a ella con fuerza, sin tristezas del pasado que retomen forma de compañeros fantasmas persistentemente a nuestro lado, sin temor por un futuro etéreo e inexistente siempre en el ahora, sin cobardía, sin pereza y sin sensatez (aun tenemos tiempo de ser insensatos y sentirnos carnal y lucidamente vivos).
Agarrarnos con el afán de disipar las sombras y el pesimismo y si podemos, cuando podamos, ser felices. La edad nada tiene que ver con dejar de sentir.
Las pasiones deben estar presentes en esta etapa otoñal sin miedo a que el caos desordene lo que parece serenamente pautado hacia el final. Lo peor no es abandonarlo todo antes de que ello nos abandone, sino acostumbrarnos a que el abandono sea permanente. Mientras sigamos teniendo vida podemos reconvertir el entusiasmo en nuestro beneficio.
La pérdida de las pasiones, en cualquier ámbito que nos asalten, lleva a una comodidad mortecina que mata silenciosamente. Si en la juventud nos ayudaron a descubrir, de mayores nos sirven para continuar. En realidad, siempre tienen una virtud última: nunca nos dejan indiferentes, ni antes ni después. Debemos hacer una síntesis de los estados contradictorios del espíritu que mantienen el entusiasmo o aceleran la tristeza: el optimismo y el pesimismo.
Seamos pesimistas por inteligencia y optimistas por la voluntad. No rechacemos nada de lo que nos llegue en ambos sentidos, pero seamos voluntariosos para ser felices.
El tiempo, manantial que brota o sumidero que arrastra, es vivido desde el interior como posibilidad o como condena. Cada uno orienta de una forma diferente su ración de brevedad. Elegir inteligentemente es una opción capaz de sacudirnos la pereza demoledora que se va instalando en nuestras intenciones al final de cada etapa. El secreto está en la acción pero sobre todo en aquella que elegimos como deseable a pesar de tener la condición de obligatoria, en cualquier momento. El aburrimiento es una enfermedad del alma que mata al cuerpo absorbiéndolo todo; un gusano que nos devora anticipando la nada. Estamos hechos y deshechos a semejanza del tiempo por eso quien lo pierde, se pierde; quien lo mata, se mata; quien lo ahorra se guarda e incluso se malgasta, pero quien realmente se identifica sin protestas ni reproches ante su capricho fugaz, es capaz de vivir intensamente por encima de todo lo demás, hasta de su propia edad.
Diario de León
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