JULIO VALDEÓN BLANCO Sus colegas y parte de público, asombrados, lo veneraban. Entre tanto, los cristianos renacidos, los descendientes de cuáqueros y los que creen en el diseño inteligente le hacían vudú. Para ellos, George Carlin, barbita blanca, negro riguroso, fue un hereje. Enemigo público, ídolo, maestro de cómicos, dinamitero en los maizales de la televisión, durante cuatro décadas Carlin escupió monólogos bañados en curare. En realidad, estaba muy claro su ideario: detestaba los dogmas, las convenciones nacidas de la hechicería, el monipodio de Wall Street y la Biblia, pero llenaba teatros; los discos donde grabó sus monólogos recibieron varios Grammys y fue distinguido con el premio Mark Twain del Humor. Irreverente, locuaz, duro y tierno, el último rey de la comedia, no apto para todos, murió en Santa Mónica víctima de un ataque cardiaco. Tenía 71 años. El fin de semana anterior había actuado en Las Vegas, la misma ciudad que hace 30 años lo repudió. Nacido en Nueva York en ...