MARUJA TORRES PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
En mi infancia y adolescencia, junio era el mejor mes del año. El mes de las procesiones, que contemplábamos desde los balcones y ventanas, y que nos permitían arrojar serpentinas y confetis. Reinventábamos el aire, poblándolo de puntitos y estelas de colores, que entonces eran tan básicos como nuestras diversiones: elementales, esenciales. Los del arco iris, anteriores a Benetton y a las gamas de lilas y de grises y de marrones de que ahora disfrutamos, al menos externamente.
Era también el mes en que preparábamos el nuevo y modesto vestido de verano, que nos serviría para las fiestas. De la compra de petardos, apretujados los chiquillos en comercios que a veces volaban por los aires. De la madera quemada, de los muebles inservibles fundidos en hogueras, de los chavales –y alguna niña– saltando por encima de las chispas y las llamas. Del champán barato y de los primeros bailes en las azoteas. Era el mes de las excursiones en tren hacia los merenderos de la sierra, el mes en que el aroma del puerto se pegaba al sudor de nuestros cuerpos por descorchar. En junio, todas nuestras tardes eran mejores que las de Teresa, aunque eso nunca le interesó al pobre Pijoaparte, y así acabó.
Dice Edith Wharton en la introducción a su autobiografía: “No hay nada parecido a la vejez; tan sólo hay dolor”. Afirmación –o negación– tan categórica puede aterrorizarnos sobre todo a quienes hemos entrado ya en esa etapa, pero la autora de La edad de la inocencia supera la severidad de este primer juicio, atenuándola con el siguiente párrafo, que más bien parece un consejo práctico digno de figurar en un inteligente libro de autoayuda (aunque toda la buena literatura ayuda, y mucho) para la vejez, época en la que “el hábito es necesario; es contra el hábito de crear hábitos, de convertir un sendero en un surco, contra lo que debemos rebelarnos incesantemente quienes pretendemos continuar vivos”.
Envejecer es también perder, eso lo sabemos quienes hemos llegado a este punto del trayecto. Perdemos personas, paisajes, estructuras, refugios. Resulta obvio que también ganamos: experiencia, sabiduría, dolor. Y que cambiaríamos estas magras adquisiciones por disfrutar, aunque fuera unos días, de lo mejor de nuestros verdes años. Dado que ello es imposible porque Fausto es un mito y los liftings un embustero apaño, nos entregamos resignadamente al disfrute apesadumbrado de las conquistas realizadas. Esa serenidad, esa tierna melancolía… Sí, pero ¿ya nada será igual que antes, nunca más? ¿Retroceder para no confiarse y caer en el peor momento? ¿No aventurarse, no arriesgar, gozar sólo de una cómoda calma o de un asiento en el patio trasero? ¿Pertrecharse tras los pequeños hábitos que hemos arado para convertirlos en un surco seco?
Es cierto que ya no queman maderas en nuestras esquinas ni nos arde en el pecho la demente pretensión de inmortalidad que acompaña a la iniciación a la vida. Pero adaptarse a los cambios que nos convienen –que incluso nos convienen mucho–, y hacerlo con alegría, no está en contradicción con la rutina de mantener la nostalgia debida a lo perdido.
Dejadme, pues, que al final de este junio os cuente que durante su transcurso me he entregado a la costumbre de recordar confetis y serpentinas, procesiones, guateques, verbenas y fogatas, excursiones al campo, merenderos, vestidos de percal y sandalias de charol, de tiras de colores como los del confeti, como los del arco iris. Y que también os confíe lo que este junio último me ha ofrecido de nuevo. Me ha dado la constatación de que mis amigos –los que quedan, los nuevos– me quieren y están a mi lado; cinco viajes en avión para acercarme a los que amo, numerosos mensajes electrónicos cariñosos, el cambio de tonada que mi teléfono móvil ha establecido por su cuenta; un divertido anuncio por e-mail (“Update your pennis”: un archivo) y, como siempre, la generosidad de los extraños. El olor a madera quemada de las verbenas de mi infancia, sí, en el recuerdo. Y en el presente, el aroma de los castaños del Retiro.
El País
En mi infancia y adolescencia, junio era el mejor mes del año. El mes de las procesiones, que contemplábamos desde los balcones y ventanas, y que nos permitían arrojar serpentinas y confetis. Reinventábamos el aire, poblándolo de puntitos y estelas de colores, que entonces eran tan básicos como nuestras diversiones: elementales, esenciales. Los del arco iris, anteriores a Benetton y a las gamas de lilas y de grises y de marrones de que ahora disfrutamos, al menos externamente.
Era también el mes en que preparábamos el nuevo y modesto vestido de verano, que nos serviría para las fiestas. De la compra de petardos, apretujados los chiquillos en comercios que a veces volaban por los aires. De la madera quemada, de los muebles inservibles fundidos en hogueras, de los chavales –y alguna niña– saltando por encima de las chispas y las llamas. Del champán barato y de los primeros bailes en las azoteas. Era el mes de las excursiones en tren hacia los merenderos de la sierra, el mes en que el aroma del puerto se pegaba al sudor de nuestros cuerpos por descorchar. En junio, todas nuestras tardes eran mejores que las de Teresa, aunque eso nunca le interesó al pobre Pijoaparte, y así acabó.
Dice Edith Wharton en la introducción a su autobiografía: “No hay nada parecido a la vejez; tan sólo hay dolor”. Afirmación –o negación– tan categórica puede aterrorizarnos sobre todo a quienes hemos entrado ya en esa etapa, pero la autora de La edad de la inocencia supera la severidad de este primer juicio, atenuándola con el siguiente párrafo, que más bien parece un consejo práctico digno de figurar en un inteligente libro de autoayuda (aunque toda la buena literatura ayuda, y mucho) para la vejez, época en la que “el hábito es necesario; es contra el hábito de crear hábitos, de convertir un sendero en un surco, contra lo que debemos rebelarnos incesantemente quienes pretendemos continuar vivos”.
Envejecer es también perder, eso lo sabemos quienes hemos llegado a este punto del trayecto. Perdemos personas, paisajes, estructuras, refugios. Resulta obvio que también ganamos: experiencia, sabiduría, dolor. Y que cambiaríamos estas magras adquisiciones por disfrutar, aunque fuera unos días, de lo mejor de nuestros verdes años. Dado que ello es imposible porque Fausto es un mito y los liftings un embustero apaño, nos entregamos resignadamente al disfrute apesadumbrado de las conquistas realizadas. Esa serenidad, esa tierna melancolía… Sí, pero ¿ya nada será igual que antes, nunca más? ¿Retroceder para no confiarse y caer en el peor momento? ¿No aventurarse, no arriesgar, gozar sólo de una cómoda calma o de un asiento en el patio trasero? ¿Pertrecharse tras los pequeños hábitos que hemos arado para convertirlos en un surco seco?
Es cierto que ya no queman maderas en nuestras esquinas ni nos arde en el pecho la demente pretensión de inmortalidad que acompaña a la iniciación a la vida. Pero adaptarse a los cambios que nos convienen –que incluso nos convienen mucho–, y hacerlo con alegría, no está en contradicción con la rutina de mantener la nostalgia debida a lo perdido.
Dejadme, pues, que al final de este junio os cuente que durante su transcurso me he entregado a la costumbre de recordar confetis y serpentinas, procesiones, guateques, verbenas y fogatas, excursiones al campo, merenderos, vestidos de percal y sandalias de charol, de tiras de colores como los del confeti, como los del arco iris. Y que también os confíe lo que este junio último me ha ofrecido de nuevo. Me ha dado la constatación de que mis amigos –los que quedan, los nuevos– me quieren y están a mi lado; cinco viajes en avión para acercarme a los que amo, numerosos mensajes electrónicos cariñosos, el cambio de tonada que mi teléfono móvil ha establecido por su cuenta; un divertido anuncio por e-mail (“Update your pennis”: un archivo) y, como siempre, la generosidad de los extraños. El olor a madera quemada de las verbenas de mi infancia, sí, en el recuerdo. Y en el presente, el aroma de los castaños del Retiro.
El País
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