JULIO VALDEÓN BLANCO
Sus colegas y parte de público, asombrados, lo veneraban. Entre tanto, los cristianos renacidos, los descendientes de cuáqueros y los que creen en el diseño inteligente le hacían vudú.
Para ellos, George Carlin, barbita blanca, negro riguroso, fue un hereje. Enemigo público, ídolo, maestro de cómicos, dinamitero en los maizales de la televisión, durante cuatro décadas Carlin escupió monólogos bañados en curare. En realidad, estaba muy claro su ideario: detestaba los dogmas, las convenciones nacidas de la hechicería, el monipodio de Wall Street y la Biblia, pero llenaba teatros; los discos donde grabó sus monólogos recibieron varios Grammys y fue distinguido con el premio Mark Twain del Humor.
Irreverente, locuaz, duro y tierno, el último rey de la comedia, no apto para todos, murió en Santa Mónica víctima de un ataque cardiaco. Tenía 71 años. El fin de semana anterior había actuado en Las Vegas, la misma ciudad que hace 30 años lo repudió.
Nacido en Nueva York en 1937, Carlin amaba el cine de los grandes cómicos y, según cuentan Mel Watkins y Bruce Weber en The New York Times, soñaba con emularlos. Durante los 50 hizo el circuito completo de clubes y salas de fiesta. La fama llegó patrocinada por mitos como Johnny Carsons, que lo llevó a su programa. Embebido, quizá, por los vientos que planchaban el país, pronto todo lo divino o humano, incluso los sagrados cálices, fueron sacudidos por aquel David con pistoleras.
Viviseccionó y despiezó la hipocresía a machete, llegando incluso a ser detenido. Creía que la religión, más que opio, era el cuento de un psicótico, con millones convencidos de que un señor invisible, realquilado entre las nubes, los vigila.
Mientras los antiabortistas tiroteaban médicos a la puerta de una clínica, Carlin los fustigaba, irónico, de verbo violento y mirada limpia. A mediados de los 70 aprendió a tornar en laureles los salivazos recibidos. Muchos veían en él a un Lenny Bruce menos kamikace. Para Carlin, los 80 fueron dulces y broncos a partes iguales. Príncipe de la contracultura, el reconocimiento era ya masivo, sólo al alcance de un clásico en vida, desde el 77, cuando la HBO le ofreció un especial.
Con los medios televisivos convencionales secuestrados por la publicidad, el canal de pago ofrecía suculentas ventajas. La misma razón que explica la edad de oro del medio hizo que Carlin encontrará un cuadrilátero idóneo, sin preocuparse de que sus chistes midieran los tempos.
Si uno atiende a sus actuaciones verá que no fue tan ogro, mucho menos insultante, mas jugaba con símbolos inflamables, con el pasmo de quien llega a la Tierra desde Marte y pregunta, incrédulo, por la raíz de algunos tópicos bien arraigados. Autor de libros como ¿Cuándo traerá Jesús las chuletas de cerdo?, demostró una y otra vez que el país nada tenía que ver con ese laconismo puritano que muchos le adjudican. En su defensa acudió incluso el Tribunal Supremo. Ni los chillidos ni la furia en contra doblegaron la higiénica costumbre de la risa. Quienes lo odiaban hubieran hecho bien en comprender que el roble democrático necesita el fruto misericordioso de la ironía. Contemplando las ventas millonarias de sus discos y libros se corrobora que las certidumbres respecto a la fuerza de la libertad expuesta por Jefferson y compañía continúan vigentes.
elmundo.es
Sus colegas y parte de público, asombrados, lo veneraban. Entre tanto, los cristianos renacidos, los descendientes de cuáqueros y los que creen en el diseño inteligente le hacían vudú.
Para ellos, George Carlin, barbita blanca, negro riguroso, fue un hereje. Enemigo público, ídolo, maestro de cómicos, dinamitero en los maizales de la televisión, durante cuatro décadas Carlin escupió monólogos bañados en curare. En realidad, estaba muy claro su ideario: detestaba los dogmas, las convenciones nacidas de la hechicería, el monipodio de Wall Street y la Biblia, pero llenaba teatros; los discos donde grabó sus monólogos recibieron varios Grammys y fue distinguido con el premio Mark Twain del Humor.
Irreverente, locuaz, duro y tierno, el último rey de la comedia, no apto para todos, murió en Santa Mónica víctima de un ataque cardiaco. Tenía 71 años. El fin de semana anterior había actuado en Las Vegas, la misma ciudad que hace 30 años lo repudió.
Nacido en Nueva York en 1937, Carlin amaba el cine de los grandes cómicos y, según cuentan Mel Watkins y Bruce Weber en The New York Times, soñaba con emularlos. Durante los 50 hizo el circuito completo de clubes y salas de fiesta. La fama llegó patrocinada por mitos como Johnny Carsons, que lo llevó a su programa. Embebido, quizá, por los vientos que planchaban el país, pronto todo lo divino o humano, incluso los sagrados cálices, fueron sacudidos por aquel David con pistoleras.
Viviseccionó y despiezó la hipocresía a machete, llegando incluso a ser detenido. Creía que la religión, más que opio, era el cuento de un psicótico, con millones convencidos de que un señor invisible, realquilado entre las nubes, los vigila.
Mientras los antiabortistas tiroteaban médicos a la puerta de una clínica, Carlin los fustigaba, irónico, de verbo violento y mirada limpia. A mediados de los 70 aprendió a tornar en laureles los salivazos recibidos. Muchos veían en él a un Lenny Bruce menos kamikace. Para Carlin, los 80 fueron dulces y broncos a partes iguales. Príncipe de la contracultura, el reconocimiento era ya masivo, sólo al alcance de un clásico en vida, desde el 77, cuando la HBO le ofreció un especial.
Con los medios televisivos convencionales secuestrados por la publicidad, el canal de pago ofrecía suculentas ventajas. La misma razón que explica la edad de oro del medio hizo que Carlin encontrará un cuadrilátero idóneo, sin preocuparse de que sus chistes midieran los tempos.
Si uno atiende a sus actuaciones verá que no fue tan ogro, mucho menos insultante, mas jugaba con símbolos inflamables, con el pasmo de quien llega a la Tierra desde Marte y pregunta, incrédulo, por la raíz de algunos tópicos bien arraigados. Autor de libros como ¿Cuándo traerá Jesús las chuletas de cerdo?, demostró una y otra vez que el país nada tenía que ver con ese laconismo puritano que muchos le adjudican. En su defensa acudió incluso el Tribunal Supremo. Ni los chillidos ni la furia en contra doblegaron la higiénica costumbre de la risa. Quienes lo odiaban hubieran hecho bien en comprender que el roble democrático necesita el fruto misericordioso de la ironía. Contemplando las ventas millonarias de sus discos y libros se corrobora que las certidumbres respecto a la fuerza de la libertad expuesta por Jefferson y compañía continúan vigentes.
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