Camina cada mañana con el pelo huido de la cabeza y los años enredados en sus piernas. Avanza despacio, después se detiene, sujeta con firmeza la empuñadura de su bastón y prosigue muy lento el anciano cuyo nombre desconozco. Está solo.
Cuando pasa por delante de mi casa y me ve hace un gesto, uno de esos saludos caballerosos que ya se han perdido, pero también inclina la cabeza, sereno y resignado a la suerte de los años y la vejez que, me temo, solamente comparte con sus recuerdos.
Se aleja calle abajo y me acuerdo de aquellos que terminan su tiempo en silencio, a solas, y cuya muerte se anuncia con el hedor de un cuerpo que se pudre, tal vez en una cama donde terminó la vida, o en un sofá desvencijado, frente a una televisión encendida que sigue diciendo cosas, aunque su dueño ya no pueda escuchar más que los pasos destemplados de la soledad huyendo de allí.
¿Y si se muere?, me pregunto cada mañana al verle. ¿Tendrá a quien esbozar una última sonrisa, a quien apretar la mano, a quien ver antes de cerrar los ojos? La vejez, esa edad heroica se vuelve odisea cuando no hay nadie junto al anciano. Su aventura ya no es vivir, sino sobrevivir al día a día, cuando levantarse a por un vaso de agua es un esfuerzo de un titán con el corazón cansado y las piernas agotadas. La vejez del que está solo es una existencia en una isla pequeña, rodeado de un mar de silencios, de miedos y de olvidos. La vejez sin nadie es una pesadilla de una casa vacía. Es una puerta a la que nunca llama nadie. Una espera angustiosa donde mirar atrás sea, tal vez, el único consuelo. La vejez es un tiempo para los héroes que viven con los suyos, pero una trocha inmunda para el que termina sus días solo, cuando la muerte posa sus alas negras sobre la piel pálida del viejo que no tiene a nadie cerca a la hora maldita del final de sus días.
El diario de Jerez
Cuando pasa por delante de mi casa y me ve hace un gesto, uno de esos saludos caballerosos que ya se han perdido, pero también inclina la cabeza, sereno y resignado a la suerte de los años y la vejez que, me temo, solamente comparte con sus recuerdos.
Se aleja calle abajo y me acuerdo de aquellos que terminan su tiempo en silencio, a solas, y cuya muerte se anuncia con el hedor de un cuerpo que se pudre, tal vez en una cama donde terminó la vida, o en un sofá desvencijado, frente a una televisión encendida que sigue diciendo cosas, aunque su dueño ya no pueda escuchar más que los pasos destemplados de la soledad huyendo de allí.
¿Y si se muere?, me pregunto cada mañana al verle. ¿Tendrá a quien esbozar una última sonrisa, a quien apretar la mano, a quien ver antes de cerrar los ojos? La vejez, esa edad heroica se vuelve odisea cuando no hay nadie junto al anciano. Su aventura ya no es vivir, sino sobrevivir al día a día, cuando levantarse a por un vaso de agua es un esfuerzo de un titán con el corazón cansado y las piernas agotadas. La vejez del que está solo es una existencia en una isla pequeña, rodeado de un mar de silencios, de miedos y de olvidos. La vejez sin nadie es una pesadilla de una casa vacía. Es una puerta a la que nunca llama nadie. Una espera angustiosa donde mirar atrás sea, tal vez, el único consuelo. La vejez es un tiempo para los héroes que viven con los suyos, pero una trocha inmunda para el que termina sus días solo, cuando la muerte posa sus alas negras sobre la piel pálida del viejo que no tiene a nadie cerca a la hora maldita del final de sus días.
El diario de Jerez
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