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El gran fabulador

Javier Pérez Pellón


“¿Quién ha dicho que la vejez es bella?


¡La vejez es horrenda! ¿Acaso es bello no recordar, a veces, el nombre del propio hijo? ¿Es bello mirar a una muchacha y no ser visto por ella? ¿Es bello subir una escalera y tener que pararse al quinto escalón? ¿Es bello hablar y no ser comprendido? ¿Es bello caerse y romperse una pierna? ¿Es bello no recordar el motivo musical y la letra de una vieja canción? ¿Es bello convertirse en un ser antipático? ¿Es bello mearse en los pantalones? ¿Es bello no llegar a atar los cordones de los zapatos? ¿Es bello no eschuchar a una mujer decirte “te amo”? ¿Es bello mirar a un teléfono que nunca suena? !No! !no! !La vejez es horrenda!”.


Así se expresaba Dino Risi, ese gran fabulador del mejor cine italiano, el de los años 60 y 70, que siguió al neorrealismo de la postguerra, del 1945 a los primeros de la década de los 50, cuando se le preguntaba, a los noventa ya cumplidos, sobre esa ingenerosa estación de la vida llamada vejez que algunos, poetizándola infantilmente, la denominan sabia, serena y bella. A los jóvenes periodistas que le entrevistaban, en aquella ocasión, les despediría, con ese su rápido y caústico guiño, que siempre le caracterizó: “Os auguro que no llegueís nunca a viejos, la vejez es horrible”.

“La muerte, —le gustaba decir—, casi siempre llega en el momento más inoportuno”. Y, al fin, también le ha llegado la hora a este gran viejo del cine italiano, a los 91 años, en el apartamento del aristocrático “Residence” Aldrovandri, en el exclusivo barrio romano del Parioli, de frente al verdor y al canto de los pájaros del parque de Villa Borghese.


A Dino Risi le conocí hace un buen montón de años, en 1961, con ocasión del estreno de una sus obras maestras Una vida difícil, magistral retrato de una sociedad, cínica y egoísta, que con la pérdida de los ideales con los que había emprendido la reconstrucción de un país destrozado por una guerra perdida, estaba consumiendo las últimas luminarias del “boom” económico y de paz social que desembocarían en las contradiciones del 68 y en los inicios del terrorismo. Extraordinario film interpretado por un inigualable Alberto Sordi.


Por aquel entonces yo era un jovencito estudiante que preparaba la tesis doctoral de Derecho en la Universidad de Bolonia y que, con pretenciosas ínfulas de periodista, enviaba mis crónicas y reportajes sobre Italia a El Norte de Castilla dirigido por Miguel Delibes. Y entre esos papeles que mandaba al diario vallisoletano, se encontraba una entrevista con Dino Risi. Años más tarde le haría otras para la TVE.


Vinieron, después, Il sorpasso (La escapada), quizás su film más conocido y elogiado, con ese monstruo de actor, Vittorio Gassman, que fue su amigo y su intérprete favorito. Este film es un perfecto ejemplo del movie road, de tal fuerza que fue capaz de influenciar el cine americano de aquella época, llegando a inspirar el famosísimo Easy Rider de Dennis Hopper.


Dino Risi, hijo de un médico milanés, había ejercido durante un tiempo, como excelente psiquíatra, en un hospital de Voghera, una pequeña ciudad cercana a Pavía, pero “cansado de curar a enfermos de mente que nunca sanaban, preferí dedicarme al cine”. Es por ello que todos y cada uno de sus personajes de ficción cinematográfica constituyen un perfecto estudio psicoanalítico de la personalidad y del carácter, donde no tiene cabida el que nada de lo que hagan, a lo largo de la interpretación fílmica, suceda por caso.


A Dino Risi se le ha comparado con el grande Billy Wilder, precisamente por la meticulosidad con que describe la personalidad de los personajes que dirije y por esa elegancia narrativa, en la que mezclaba, en un puzzle de inverosímil ingenio, la sátira, la pasión, la verdad, la indiferencia, el magnetismo, creando toda una serie de ambigüedades que, muchas veces e intencionadamente, descendían hasta el terreno del grotesco, como sucede con muchas escenas de Una vida difícil, La escapada, Los monstruos y Perfume de mujer, película, esta última con un siempre extraordinario Vittorio Gassman y una delicada y más bella que nunca Agostina Belli, que con sus interpretaciones contribuyen a hacer que este film sea otra obra maestra del cine italiano y del cine mundial de los años 70. Cuatro obras que son como el póker de ases de su extensa filmografía.


Dino Risi, al igual que Billy Wilder, esa es otra de las características que acomuna a los dos grandes directores, era un magnífico artesano que estaba convencido de tener el deber de hacer alegres y placenteras las horas que el espectador pasaba en el cine. Ni nada más, ni nada menos ¡Qué no es poco!


Dino Risi no podía oir decir que era uno de los padres de la llamada “Comedia a la italiana”, pero, a su pesar, así, con este nombre escrito con letras de oro, ha pasado a la historia del cine esa extraordinaria estación cinematográfica que tuvo sus epígonos, aparte de Risi, en Luigi Comencini (Tutti a casa), Pietro Germi (Divorcio a la iataliana) y Mario Monicelli (La Gran Guerra), el último superviviente que a sus 93, cumplidos años en el pasado mes de mayo, apenas si podía contener el llanto, hace unos días, durante el homenaje fúnebre de su amigo en la “Casa del Cine” de Roma.


Fue el cine que entusiasmó a millones de espectadores del mundo entero pues junto a esa “comedia a la italiana”, salían de la fábrica de la fantasía de una generación privilegiada, las obras de Vittorio De Sica, de Roberto Rossellini, de Luchino Visconti y de Federico Fellini. Si durante las décadas de los 30 y de los 40 el cine, en el ápice de su época de oro, había hablado con el lenguaje de Hollywood, en las del 50 y 60 lo haría con el de Cinecittà.


La última vez que vi a Dino Risi fue hace un par de años, cuando estuvo cenando en mi casa. Estaba a punto de cumplir los noventa, pero continuaba conservando ese aire aristocrático, gentil y educado, de cuando le conocí, hace la friolera de 47 años.


Me dijo entonces, en aquella cena, que le hubiera gustado morir en el 2.000 y que pasados los 80 no comprendía porque la gente se empeñaba, todavía, en estar viva. “Tengo una gran curiosidad por la muerte, creo que encontraré cosas muy interesantes e insospechadas”. Esto, dicho por un incrédulo laico escéptico o agnóstico que se definiera, me dejó estupefacto.


Su sentido del humor le llevó, tambièn, a decir, que le hubiera gustado morir en Waterloo, sólo por el gusto de ver grabado en una lápida, “Dino Risi, nacido en Milán y muerto en Waterloo”. Me confesó que había estado una vez en Waterloo y que “es un sitio feísimo”. En realidad su verdadero Waterloo fue la desaparición, uno a uno, de todos sus amigos: Ugo Tognazzi, Marcello Mastroiani, Alberto Sordi, Nino Manfredi y, sobre todo, Vittorio Gassman al que consideraba como un hermano.


Una cierta crítica no reconoció, hasta muy tarde, el mérito y la grandeza de Dino Risi. En el estreno de La escapada en Roma, apenas asistireron unas 300 personas. Pasadas algunas semanas y por la publicidad del “boca a boca”, constituyó un triunfo mundial y un río de dinero para sus productores. “De la muerte de un actor o de un director habla todo el mundo. De la muerte de un crítico no habla nadie”. En su film La habitación del obispo hay un personaje al que llama Berlusconi, “será por esta razón, que cuando la pasan por la televisión de Berlusconi, que tiene sus derechos de exhibición, es de madrugada, cuando no la ve nadie”.


“Berlusconi ha comprendido a los italianos como nadie. Sabe de sobra qué es lo que quieren. El dinero, por ejemplo. Hoy es la cosa más importante. Y no ha sido nunca tan importante como ahora. Cuando tienes dinero puedes comprar tus deseos. Y los deseos son tantos y siempre nuevos”. “Berlusconi es un poco estúpido. Pero se necesita ser un poco estúpido para tener éxito y gustar a la gente”. Caústico hasta el final ¡incomparable Dino Risi! Se nos ha ido otro de los grandes. Sólo quedarán uno o dos de aquellos que acompañaron nuestros sueños e hicieron crecer la imaginación de nuestras ilusiones, en la semioscuridad de una sala de cine, —el cine como la invención más sugestiva de la historia de la humanidad—, durante los días de nuestra niñez, adolescencia y juventud perdidas.



Hace apenas unas horas nos ha abandonado otra grande, Cyd Charisse, una hemosísima criatura. Las noticias de las agencias dicen que tenía 86 años y que ha muerto de un ataque al corazón. Será así, pero la magia del cine nos la devolverá una y otra vez y sus piernas, un prodigio de la naturaleza humana, continuarán llenando las pantallas cada vez que comience un paso de baile en Cantando bajo la lluvia, Chicago años 30, La bella de Moscú o Brigadoon. Cyd Charisse no tenía 86 años. En realidad no tenía edad. Se había parado ahí, en aquellos fotogramas coloreados de su esplendente y bellísima juventud.


Estrella Digital

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