El último clásico vivo de las letras argentinas cumplirá 97 años en unos días. Un autor comprometido que afronta una vejez cargada de nostalgias
DESDE el tren de cercanías que viene de la capital federal, el paisaje es el usual de esos pueblos del Gran Buenos Aires que se suceden sin diferencias entre ellos, en los que los límites los señalan aceras que pertenecen a uno u otro municipio. Al llegar a Santos Lugares, todo sigue siendo fábricas abandonadas o decrépitas, una llanura monótona de humildes casas de una o dos plantas a lo sumo, y la sorpresa vertical que suponen una iglesia que copia literalmente el santuario francés y milagrero de Lourdes y un gran árbol, no lejos de las vías, que se clava afilado en el cielo gris.
Un observador profano lo confundirá con un ciprés gigantesco. Quien sepa lo bastante del más importante vecino del pueblo, lo identificará con una araucaria. La araucaria que todo lector de Ernesto Sabato conoce como el árbol de su jardín que resiste indiferente los embates de la vida y de la melancolía del hombre que junto a él medita. Ese árbol se convierte, al llegar el 24 de junio de los últimos veinte años, en un faro que atrae a los medios de comunicación para conocer las circunstancias de la celebración del cumpleaños, cuando están ahora por cumplirse 97, de quien sigue siendo, contra viento y marea, el escritor más reconocido, más respetado, más amado, de Argentina.
Esa casa visitada por escritores, artistas, presidentes, hasta por reyes, fue habitada previamente por uno de los pioneros del cine argentino, Federico Valle, y por el novelista brasileño Jorge Amado durante su exilio argentino, que como el propio Sabato fue candidato al Premio Nobel de Literatura. Allí se afincó nuestro autor, en una calle con nombre de alguien que nunca existió por esas erratas fantásticas de la burocracia, en 1944, adoptando desde el primer momento una actitud de cercanía con sus vecinos, de modo que son varias las generaciones de habitantes de Santos Lugares que en sus años escolares pasaron por la casa del escritor para consultar su biblioteca para completar sus deberes entre meriendas servidas por Sabato y por su esposa, Matilde Kuminsky-Richter.
Esa actitud de cercanía es la que le ha llevado, durante décadas, a recibir a cuanta persona, normalmente jóvenes lectores, han querido acercarse a quien nunca vivió sobre un pedestal dentro de una torre de marfil. Desde hace una década, Sabato mantiene una lucha con las autoridades para conseguir que su casa sea convertida en museo cuando él ya no esté, junto con el deseo de ser enterrado en su jardín. En las páginas de uno de uno de sus últimos libros, considerado su testamento espiritual y en el que esboza a grandes líneas su autobiografía, 'Antes del fin' (1999) enuncia parcialmente esa voluntad: «He separado los cuadros que quiero que permanezcan como patrimonio de la casa, y las primeras ediciones, junto a los libros de Matilde, a sus poesías y a sus cuentos inéditos. Quiero que todo en la casa quede tal cual está, con sus roturas y con sus paredes medio descascaradas. Como también el viejo samovar de la familia rusa de Matilde y la colección Sur, que albergó mis comienzos en la literatura. Esta casa donde nació mi obra y donde murió Matilde, con la vieja araucaria, la morera y estos pinos centenarios».
Juventud y rebeldía
Pero no es Santos Lugares, sino otro pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, Rojas, donde Sabato nació. En 'Antes del fin' describe la circunstancia luctuosa de su nacimiento: «Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. [...] Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico».
Acomplejado, sonámbulo, comienza siendo niño a escribir y dibujar, pero el momento clave de estos años es su contacto con la creación literaria a través de Pedro Henríquez Ureña, profesor en su colegio secundario en La Plata. Al mismo tiempo, en 1926 se adentra en el activismo primero anarquista y después comunista. Como curiosidad, en esta época estuvo a punto de abandonar los estudios por su afición/adicción al ajedrez.
Estudiante de Física en la Universidad de La Plata, el primer golpe militar argentino del siglo XX le lleva a pasar a la clandestinidad en 1930, siendo buscado por la policía con mayor ahínco a partir de 1933, cuando pasa a ser Secretario General de la Juventud Comunista. Por entonces le acompaña Matilde, su futura esposa, a la que conoce durante una charla sobre marxismo y que ante la oposición familiar ha huido con él, dedicado a la agitación revolucionaria.
Este fervor comunista se agotará al llegar las purgas de Stalin, y ante la invitación a pasar dos años en Moscú en una escuela para cuadros del Partido, aprovecha una parada en Bruselas en la que debe participar en un congreso antifascista, huye a París escapando de los que fueron sus compañeros y en los que pasa a ver potenciales verdugos. Su rechazo del comunismo, aunque admirará a idealistas como Che Guevara, es algo que aún no se le ha perdonado a Sabato.
Cifras, surrealismo y letras
De regreso en Buenos Aires, se casa con Matilde en 1936, y al año siguiente es doctor en Ciencias Físico-Matemáticas. En 1938, una beca le envía de regreso a París con una beca de investigador en el laboratorio Jolliot-Curie a la vez que por la noche frecuenta a André Breton y el grupo surrealista parisino. Esta doble vida le hace compararse con una honrada ama de casa que por la noche practicara la prostitución. Más aún, «En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba».
Esta lucha interior terminará haciéndole abandonar la ciencia durante el período 1940-1945 para dedicarse a la literatura. Nuevamente en Argentina, en 1941 comienza a publicar artículos literarios tras haber publicado diversos ensayos científicos. El compromiso asumido por su beca parisina le hace dar clases sobre ingeniería y física cuántica en la Universidad de La Plata.
La dictadura peronista le expulsará de la docencia y le enfrentará a la pobreza. En ella se curtirá como escritor, publicando en ese periodo sus libros de ensayo 'Uno y el universo' (1945), 'Hombres y engranajes' (1951), 'Heterodoxia' (1953) y su primera novela, 'El túnel' (1948) que Thomas Mann tildará de magnífica, y de la que admirará «su sequedad e intensidad» Albert Camus, que propone la edición del libro en Francia. Sucesivamente, también se publicará en inglés y en sueco.
Plenitud y drama
En 1961 publica su segunda novela, 'Sobre héroes y tumbas', quizás la obra más lograda de su producción, aunque más ambiciosa, pero irregular, será su tercera y última obra de ficción, 'Abaddón el Exterminador' (1974), en la que se presagia con elocuencia la locura del régimen de la dictadura de Videla y que consigue el premio al mejor libro extranjero publicado en Francia, un reconocimiento que Sabato estima casi tanto como el Premio Cervantes que alcanzará en 1984 mientras es presidente de la comisión que investiga las desapariciones durante la dictadura.
En 1979, una enfermedad ocular le hace renunciar al ejercicio continuado de la literatura. A partir de ese instante, será la pintura el cauce para expresar sus obsesiones, en forma de turbios y atormentados cuadros de raíz expresionista y que raramente ha mostrado. En 1995 su hijo Jorge Federico, que fue ministro de Educación y Justicia, morirá en un accidente de tráfico, un golpe que le hizo tambalearse, pero el que lo derribó llegaría el 30 de octubre de 1998, cuando Matilde muera a consecuencia de una arterioesclerosis que la llevó a un coma que le evitó conocer la muerte de su hijo. Los reconocimientos finales, la ayuda de su secretaria y compañera durante casi treinta años, Elvira González Fraga, el calor constante de sus vecinos, hacen lo posible por compensar la incomprensión, la angustia, el desasosiego, de tantas, tantas, décadas.
Dictaduras y civismos
Convertido ahora en el referente moral de la nación, la voz a la que se acude buscando un diagnóstico, un análisis, una esperanza en tiempo de tribulaciones, Ernesto Sabato vive los últimos años intentando poner en orden sus recuerdos y su legado, y a ese propósito contribuyen sus tres últimos, y tardíos, libros: 'Antes del fin', 'La resistencia' (2000) y 'España en los diarios de mi vejez' (2004). Antes de esos títulos, su anterior libro, 'Entre la letra y la sangre', se remonta a 1988, justamente antes del cual se incluye el informe 'Nunca más', también conocido con su apellido, sobre los desaparecidos bajo la dictadura de Videla.
Sin duda, el régimen militar alteró para siempre su obra literaria a pesar de la leyenda negra que tanto ha circulado sobre su visita a Videla, acompañado de Jorge Luis Borges, del presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y del sacerdote Leonardo Castellani, que cierta prensa describe como una visita de admirada cortesía al sanguinario presidente mientras que la documentación conservada avala la explicación de Sabato de que fueron a protestar por los excesos criminales del régimen, tal como avala el elocuente y apasionado ensayo 'Sabato moral' de Félix Grande. Esta segunda explicación de la controvertida visita concuerda con el encargo realizado en 1983 por el presidente electo Raúl Alfonsín de presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y con su actitud ética ante al peronismo.
Dedicado a la investigación científica y a la docencia a la llegada del peronismo, Sabato no tardó en enfrentarse con la nueva situación, tal como relataba en una entrevista en 1957: «En 1945 mataron a un estudiante en las calles de Buenos Aires. Junto con veintitantos profesores, protesté por el asesinato y fui exonerado de mi cátedra. Dirigí entonces una nota pública al entonces ministro Benítez, diciéndole que no me asombraban los procedimientos nazis del gobierno -dados sus antecedentes-, sino los errores de sintaxis, ya que el decreto emanaba del Ministerio de Instrucción Pública. Fui condenado a dos meses de prisión por desacato».
Este tropiezo con la dictadura populista que dominaría argentina será compensado, tras caer la dictadura merced a un golpe de estado en 1955, con su nombramiento como director de la prestigiosa revista 'Mundo Argentino'. Pero, insobornable, arriesga, y pierde el cargo. Según relata sucintamente en una entrevista: «Cuando la llamada Revolución Libertadora llegó hasta lo peor, las torturas a militantes peronistas, yo lo denuncié una noche, por Radio Nacional, dando nombres y apellidos. Se armó un gran escándalo. A los dos días salió una larga declaración de escritores y artistas condenándome, lo que significa que de alguna manera justificaban las torturas». Dos breves opúsculos testimonian esta atrevida e incómoda postura, 'El Caso Sabato. Tortura y libertad de prensa' (1955) y 'El otro rostro del peronismo' (1956).
Hoy, Sabato se considera un anarquista cristiano, algo que ya fue, sin contradicciones, Tolstoi y ha tejido en sus ensayos una coherente metafísica de la esperanza. Es el último clásico vivo de la literatura argentina pero haber dejado una obra inmortal no compensa la mortalidad de quienes amó. Bajo la araucaria, mientras se suceden indiferentes y torpes los vagones del tren de cercanías, Ernesto Sabato intenta no pensar en el calendario y escribe: «La mayor nobleza de los hombres es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza». Estas palabras son, más allá de una invitación a la resistencia frente al dolor, la descripción, la justificación, de una vida. De una vida antes del fin.
sur.es
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